Liliana Heker | Discurso apertura 48ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires | 25 de abril de 2024

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Quiero celebrar de manera muy especial esta Feria y, en particular, al objeto impar que la convoca: el libro. En cierto modo, siento algo similar a lo que, medio siglo atrás, experimenté en mi primera feria. Y no se preocupen por hacer cuentas: tengo muy claro que esta, tal como se la conoce nacional e internacionalmente, es la Feria del Libro Número 48. Pero les cuento a quienes no lo vivieron que hubo ensayos anteriores – lo investigué hace poco para apuntalar mi recuerdo—, ferias más o menos callejeras organizadas por la Sociedad Argentina de Escritores. Esa de hace medio siglo fue para mi historia personal una Feria del Libro con todas las de la ley y la viví con una intensidad irrepetible. Me recuerdo, radiante de felicidad, recorriendo los stands junto a mucha gente que parecía tan entusiasmada como yo, y vendiendo números atrasados de El escarabajo de oro en un pequeño puesto de editores independientes que nos habían cedido un espacio, y hasta firmando a una lectora desconocida un ejemplar de mi libro Acuario, publicado gracias a ese emprendimiento cultural extraordinario que fue el Centro Editor de América Latina, arrasado pocos años después por la dictadura cívico-militar. Esa Feria fue singular para mí porque fue la primera. Y siento que esta también lo es, aunque por otros motivos.

Presumo que muchos de ustedes se estarán preguntando algo similar a lo que, durante los últimos tres meses, me estuve preguntando yo: ¿tiene sentido celebrar esta nueva emisión de la Feria del Libro en un país en el que día a día crecen la pobreza y la indigencia, hay millares de despidos sin fundamento, la salud y la educación pública están en emergencia, la obra pública fue cancelada, nuestras universidades son desfinanciadas al punto de correr el riesgo de cerrar sus puertas, la investigación científica y tecnológica y el ejercicio de la ciencia y la tecnología están siendo devastados, toda institución o medio que favorece el desarrollo y la difusión de la cultura ha sido desvirtuado o borrado, se entregan nuestras riquezas naturales y el Estado parece ausente aun en caso de epidemia? Confieso que más de una vez una noticia de último momento hizo tambalear este texto mío aun antes de que empezara a darle forma. Y sin embargo acá estoy, celebrando, como hace medio siglo en mi primera Feria, el estar rodeada de libros y de una concurrencia que, sospecho, en buena medida viene acá porque anda buscando algo preciso o tal vez difuso que espera encontrar en un libro.

Ahí está el punto: creo que el libro adquiere una significación muy especial en estos momentos. Por la inagotable diversidad de posibilidades que implica, y por ser el exponente de un amplísimo registro del conocimiento y del arte, me parece atinado instalarlo como un justo representante de todo lo que hoy es atacado en el campo de la cultura. Reivindicarlo entonces se me hace una cuestión imperiosa. Y no como autora, aunque la escritura sea el trabajo que amo: no es ese trabajo mío y privado el que corre riesgo. Aun durante la dictadura, dentro del pequeño ámbito de libertad de las cuatro paredes de mi pieza seguí escribiendo y ese trabajo y nuestra revista me sostuvieron en esa época de brutalidad inédita. Y estoy convencida de que, quienes nos dedicamos al trabajo creador, seguiremos encontrando también ahora nuevas motivaciones y nuevas formas de expresarnos y de estar presentes. Teatro Abierto fue una presencia muy fuerte durante la dictadura, y el Teatro Comunitario, una expresión luminosa en la crisis del 2001; no vamos a resignarnos al silencio, de eso no me cabe duda. Pero lo que quiero reivindicar hoy es una actividad aún más hermosa y democrática que la creación: quiero reivindicar la lectura.

En primer lugar, la lectura de ficciones, esa aventura maravillosa que algunos tuvimos la fortuna de experimentar desde chicos; la posibilidad de que se nos amplíe infinitamente el campo de nuestra experiencia, de que mundos desconocidos, o aun puramente imaginados o soñados o temidos se abran ante nosotros; de que todo sentimiento humano, por elevado o miserable que sea, -el heroísmo, el crimen, la demencia, la belleza, el dolor, la pérdida, el disparate, el absurdo, el miedo, el horror, la muerte-, se nos revelen en crudo de tal modo que nos ayudan a conocer a otros y a conocernos, a conmovernos con el dolor ajeno, a indignarnos con la injusticia y a apreciar hasta límites inesperados la belleza; a entablar, en suma, ese diálogo privado con un poema, con un cuento, con una novela, que nos permite interpretar e interpelar al texto, ambiguo e inagotable por su propia naturaleza, e ir descubriéndole sus distintas capas de significación. Y hago extensiva esta lectura múltiple a quien asiste a la puesta de una obra de teatro y a la exhibición de una obra cinematográfica, y también a quien observa una obra pictórica o una escultura o una fotografía artística. La obra de arte, en suma, nos convierte en espectadores-lectores agudos. Nos enseña y nos conmina a leer, no solo cada obra en sí; a leer cualquier dato de la realidad, por encubierto o indeseado que ese dato sea.

Y cuando hablo de leer no aludo solo a la creación ficcional o artística. El acto de leer permite un diálogo libre y personal con cada cuestión en la que un lector elige sumergirse. Me refiero a la ciencia, a la filosofía, a la historia, a las religiones, al análisis político o económico o jurídico, al humor, a la mitología, al testimonio, a la biografía. Por eso, al referirme al libro estoy aludiendo a todo el amplio arco de la cultura. Y, en particular, a una condición asociada a la lectura, e irreemplazable: saber leer.

No me refiero a “saber leer” en su significación primaria. Aunque también, ya que descifrar letras y palabras, estar alfabetizado, es la base sin la cual no se puede hablar de democracia plena. Hace muy poco, cuando se conmemoraron los cuarenta años de democracia, me pidieron una opinión al respecto. Escribí entonces: “Democracia plena, según lo entiendo, implica un pueblo soberano. Pero para que un pueblo sea realmente soberano tiene que estar en condiciones de elegir libremente, no solo a sus gobernantes, también su destino. Y para que cada uno pueda elegir su propio destino se necesita, ante todo, igualdad de oportunidades. Que cada habitante del país haya recibido y reciba una alimentación completa y nutritiva, que pueda acceder a una excelente educación en todos los niveles, que su salud esté protegida, que pueda conseguir un trabajo que cubra sus necesidades, que tenga una vivienda decente. ¿Hemos alcanzado en los últimos cuarenta años esa meta mínima? Basta mirar un poco a nuestro alrededor para saber que no. Hay mucha miseria en nuestro país, y eso implica que parte del pueblo no es soberano, que no actúa por elección sino por desesperación”.

Creo que en esa meta mínima que señalé reside la condición imprescindible para que una persona sepa leer en el sentido amplio al que me referí hace un momento. No se trataría solo de interpretar un texto y extraer de él un conocimiento nuevo o alguna capa profunda de su significación. También de tener la capacidad de leer señales, descifrar gestos, desentrañar intenciones no evidentes, investigar datos; quien sabe leer es capaz de interpretar la realidad más allá de su apariencia más visible, o de la figura que le quieren imponer, o aun de la imagen que él mismo querría que tuviera.

Y acá voy acercándome a una cuestión que me importa indagar: por qué esta intención manifiesta, por parte del gobierno, de menoscabar o suprimir toda institución o medio de comunicación que favorezca o divulgue el conocimiento, el desarrollo científico, la creación artística y la formación universitaria. Un intento de explicación que circuló cuando empezó a conocerse parte de estas medidas fue que habrían sido propuestas como una forma de distracción; para que pasaran a segundo plano otras medidas más pesadas, como podría ser la venta de nuestras riquezas naturales y empresas estatales, o la destrucción de la industria nacional y de las pymes en favor de los grandes monopolios. Sin duda una explicación tan ingenua solo podía estar provocada por la perplejidad inicial. O tal vez fue una manera de eludir toda asociación con la frase tan temible que se le atribuye a Joseph Goebbels: “Cuando escucho la palabra ‘cultura’ desenfundo la pistola”.

En cuanto al argumento que se utilizó desde distintas áreas del gobierno de que estas instituciones y medios culturales se llevaban los recursos que deberían estar destinados a los niños hambrientos, me pareció por lo menos sospechoso. Por dos motivos. El primero: con solo explorar mínimamente el modo en que se financia buena parte de estas instituciones se podría advertir que eliminarlas no va siquiera a atenuar el problema del hambre. El segundo porque, de acuerdo a las políticas que se están llevando a cabo, el hambre en sectores cada vez amplios de nuestra sociedad no parece ser una cuestión de interés para el gobierno. El haber dejado de enviar recursos para los comedores comunitarios resulta una prueba bastante nítida, aunque no es la única. A propósito: vi la interminable cola que se formó para acceder a una ración de alimentos al día siguiente de que se anunciara, de manera algo demencial, que cada necesitado debería solicitar por las suyas su ración al Ministerio de Capital Humano. Veinte cuadras tenía la cola, supe después. Y también supe que nunca se atendió a nadie. Antes de que llegara a destino el primer solicitante de la fila, la ventanilla se cerró y a otra cosa mariposa. Semejante crueldad es difícil de concebir, pero ocurrió. Y yo me pregunté: ¿cómo se puede no reaccionar ante una falta tan evidente del más mínimo respeto por un semejante? Y entendí dos cosas: Una: para la funcionaria o funcionario que ordenó cerrar la ventanilla, los que estaban haciendo esa cola no eran sus semejantes. Otra: resistirse a ver la realidad como es puede ser una salida cuando no se ve otra salida. Los que inútilmente estuvieron haciendo cola se negaban, al menos en ese momento, a ver lo que realmente acababa de pasarles.

De lo que podría desprenderse algo como esto: que los argentinos no analicemos los mensajes, que no sepamos leer, puede ser a nivel gubernamental un buen modo de evitarse problemas. Y sugiere una explicación probable para el ataque que se viene haciendo a toda institución o medio que favorezca el aprendizaje, el conocimiento, la reflexión, y la actividad cultural en general. El objetivo de ese ataque, conjeturé, sería reducir al máximo el número de los que saben leer: apocar, diríamos, al adversario potencial.

Y ya que utilicé un verbo tan borgeano como “conjeturar” voy a recurrir a Borges para tratar de explicarme. En su asombrosa y desopilante nota “El arte de injuriar” reproduce este episodio citado por de Quincey: “A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: ‘Esto, señor, es una digresión, espero su argumento’”. Saber leer, creo, es advertir que, pese a lo extravagante del impacto, un vaso de vino en la cara carece de argumento. Y, para el estilo de comunicación que viene eligiendo el gobierno, implica una posibilidad riesgosa: que se advierta la falta o la falla de los argumentos. Si cada argentino tuviera la capacidad de saber leer –si contara con los elementos para adquirirla- ¿qué pasaría con los pronunciamientos o exabruptos que se suelen lanzar? ¿Estarían en riesgo de perder su eficacia?

Como anticipo pongo un ejemplo: las dos promesas de un bienestar inefable que nos va a compensar de lo mal que lo estamos pasando en la actualidad. La primera: dentro de treinta y cinco años este va a ser un país poderoso; la segunda: Argentina va a volver a ser ese gran país que fue a comienzos del siglo veinte. En cuanto a la primera promesa, el aparente rigor científico que confiere una cifra tan exacta lleva a preguntarse: ¿dónde están los estudios que explican por qué vamos a alcanzar ese estado de bienestar exactamente dentro de treinta y cinco años? Dejando de lado que como consuelo es un poco pobre ya que buena parte de los beneficiarios vamos a estar muertos: de vejez, de hambre, o por falta de medicamentos, lo de los treinta y cinco años me trae a la memoria una expresión que se usaba cuando yo era chica: el año verde. Cuando alguien trataba de acallar algún reclamo nuestro prometiéndonos que lo deseado iba a ocurrir, pero en un futuro que veíamos altamente improbable, decíamos: Sí, esto va a pasar el año verde.

En cuanto a la segunda promesa: llegar a ser tan prósperos como un siglo y pico atrás, dejando de lado que, ya de por sí, un retroceso histórico de más de un siglo parece un poco dudoso como ideal, me gustaría saber si quienes se dejaron seducir por esa promesa de prosperidad se preguntaron cómo era realmente el país a comienzos del siglo veinte. ¿Tienen alguna idea de que en esa época había un grupo minoritario al que la sabiduría popular denominó “los de la vaca atada” porque viajaban habitualmente a Europa, y con su propia vaca para que, a sus niños, en el barco, no les faltara la saludable leche nacional, mientras que, en general, el pueblo se moría de hambre? Creo de verdad que quienes promocionan esa meta de retroceder al año 1900 no mienten cuando dicen que ese es el país al que aspiran, pero fuera de estos nuevos representantes de la vaca atada, ¿serán muchos los que quieren vivir según ese modelo? ¿O simplemente no creyeron necesario, o no tuvieron los recursos, para indagar en su significado?

Es razonable suponer que sería la confianza en que, por razones diversas, un buen número de argentinos no analiza los mensajes lo que le permite al gobierno largar al ruedo cifras inverificables: una hipotética futura inflación del 15.000 por ciento, pongamos por caso, que no se explica cómo ni cuándo se habría alcanzado pero que –se nos comunica con alegría—no vamos a alcanzar gracias a un plan económico exitoso: celebremos. “La gente está contenta”, le escuché decir al ministro de economía y me pregunté: ¿de qué gente está hablando? ¿Con qué elementos construyó una generalización tan categórica? ¿Caminó alguna vez por la calle?, ¿vio a los que duermen en las veredas?, ¿trató al menos de imaginarse la desesperación de alguien que va a un comedor comunitario para calmar su hambre y ni siquiera allá encuentra comida? ¿Habló con alguno de los que, sin justificación, acaba de ser despedido? ¿O simplemente la frase le pareció simpática y la largó sin mucho problema? Debo decir que en algunos casos la irresponsabilidad verbal es tan desembozada que más bien se parece a un chiste: es el caso del vocero presidencial cuando aclaró que no era cierto que a los jubilados un aumento prometido se les iba a pagar en dos cuotas; no: simplemente se lo haría “en dos momentos distintos”.

Si a esta pequeña antología de sinsentidos se le suman ciertos exabruptos al estilo de “El Estado es una organización criminal” o “La justicia social es un concepto aberrante”, se podrá sospechar que muy difícilmente el discurso –o no-discurso— oficial resistiría una lectura mínimamente atenta. En cuanto a la crueldad manifiesta que puede advertirse, por ejemplo, en la explicación de la canciller: ya que los jubilados se van a morir, qué sentido tendría darles préstamos; o en el razonamiento de un diputado: si un padre necesita a su hijo en el taller, es libre de no mandarlo a la escuela; pienso que para entender lo inhumano de estas “propuestas” basta con una mínima sensibilidad ante el sufrimiento, la injusticia y la impiedad.

¿Cómo protegerse de cuestionamientos que parecen casi inevitables? Un camino sería cercenar las posibilidades de acceso a una lectura analítica o sensible de la realidad y, si fuera factible, a la lectura en general. No conocer la historia, no tener elementos para cotejar el contexto actual con otros contextos o para delinear un futuro deseado. Una “sorpresa” del doctor Martín Menem ilustra con bastante nitidez esta intención. Después de la manifestación multitudinaria del 24 de marzo dijo con cierta alarma que no se explicaba el motivo por el cual habían asistido jóvenes de dieciocho años a esa manifestación ¿Cómo?, parece expresar con su perplejidad, ¿así que hay jóvenes enterados de que ese día hubo un golpe cívico-militar que instauró un régimen que asesinó, torturó, hizo desaparecer a 30000 personas entre quienes había viejos, adolescentes, monjas, curas, y que además robó bebes recién nacidos?

Y al parecer no solo están enterados, doctor Menem; hasta dio la impresión de que les importan esos crímenes, que tienen la capacidad de entenderlos en carne propia, que saben que hubo mujeres heroicas que hicieron historia luchando por la aparición de sus hijos desaparecidos y de sus nietos robados y que hoy siguen luchando; esos adolescentes deben alguna información sobre nuestra historia reciente porque vivaron a las madres y a las abuelas de Plaza de Mayo y se manifestaron con tanta emoción y con tanto compromiso como todos los otros millares de personas de todas las edades que estábamos allí. Algo está fallando en el programa, sin duda: pese al empeño gubernamental no se ha podido conseguir, hasta el momento, una nueva y completa generación de ignorantes.

Según se desprende de la perplejidad del doctor Menem, ese parecería el propósito que se está buscando. Porque si no, ¿de qué se asombraría? ¿No fueron jóvenes los que hicieron la reforma universitaria de 1918? ¿No fueron estudiantes secundarios y universitarios quienes defendieron en 1958 la ley de enseñanza laica, gratuita y obligatoria? Los jóvenes en nuestro país siempre estuvieron a la vanguardia en las luchas. Y no pretendo dar un único signo a esas luchas. Fueron jóvenes universitarios quienes se opusieron al general Perón durante su primer gobierno y también fueron jóvenes, universitarios o no, quienes lucharon por que volviera años después. Fueron jóvenes universitarios, junto con los obreros, los que protagonizaron el Cordobazo en 1968, y dieron el gran puntapié inicial para acabar con la dictadura militar iniciada en el 66. Desde distintas posiciones, encararon una lucha y parecían saber por qué estaban luchando.

Ahora, lo que en apariencia se busca es que los jóvenes, y los no tan jóvenes, carezcan de la oportunidad de acceder a la historia y de los recursos para actual en busca de un destino elegido, que sean incapaces incluso de desentrañar qué destino están construyendo otros para ellos. Lo que se intenta, en suma, desfinanciando las universidades, desprestigiando el trabajo docente, cancelando un programa que auspiciosamente se llamaba “leer aprendiendo” y estaba destinado a los chicos de las escuelas, cerrando centros de investigación de enorme prestigio (y podría seguir con un largo y doloroso etcétera) lo que se intenta, decía, es negarles a estos jóvenes, negarnos a los argentinos, la libertad de elegir. Que estemos desinformados, que nos adormezcamos bajo el arrullo de invectivas, anuncios inconsistentes, insultos a mansalva y “verdades sagradas” que no admiten réplica.

No es descabellado conjeturar que la ignorancia puede tener un considerable peso estratégico. Mirando a mi alrededor y animándome, yo sí, a ver lo que no me gusta ver, debo admitir que no parece un objetivo inalcanzable de conseguir que muchos desesperados no entiendan -necesiten no entender- que debajo de tanto exabrupto tal vez haya propósitos que van en contra de sus intereses. Y, sobre todo, advertir que unos cuantos no desesperados se sienten cómodos entre tanto grito, tanto insulto y tanta teoría express, al punto de que no miden o no les importan las consecuencias.

Sin embargo, me animo a arriesgar que, como objetivo, esto de “ignorancia para todos” no va a llegar muy lejos. Ante todo, porque en momentos difíciles como el actual termina imponiéndose una lectura irrefutable de la realidad que no necesita de estudios previos: es la inducida por el hambre, y por la angustia de haber sido despedido del trabajo sin razón, y por cualquier otra injusticia que duele de cerca. Lecturas que –la historia universal y nuestra propia historia lo demuestran– encuentran su expresión en la calle. La calle que, pese a la intención oficial de demonizarla, es la voz de los que no tienen voz. Y de los que no son escuchados. Y de los que queremos que, junto a todos los demás, se nos escuche.

La marchas multitudinarias y altamente conmovedoras y comprometidas que ocurrieron este martes en Buenos Aires y en todo el país son una prueba muy clara de lo que digo. Solo leer los carteles que llevaban los estudiantes, la agudeza y la profundidad de lo que expresaban, fue una comprobación nítida de que el conocimiento y la sensibilidad son más valiosos que los insultos. Confieso que pocas veces canté el himno con tanta emoción y sintiéndome tan acompañada como ese día en Plaza de Mayo. Pero no voy a detenerme en esas expresiones ya que no son mi tema hoy.

Mi tema hoy es la voz de los que sí tenemos voz. Los que tuvimos la oportunidad, y tenemos la decisión, de saber leer. Los que creemos que los argumentos y la solidaridad construyen más que los agravios y el odio; los que, al menos a grandes trazos, nos proponemos un país en el que las ideas, los análisis, las discusiones, prevalezcan sobre el vaso de vino arrojado en la cara.

Pienso que, más allá de nuestra tarea específica, o a través de esa tarea, es necesario que demos testimonio de nuestra realidad y de nuestra historia. No solo en relación a nuestra actualidad; también respecto de lo que nos ocurrió en nuestro pasado reciente, ya que, así como se necesitan años de buena alimentación y enseñanza de calidad para crear un lector, inversamente, para producir semianalfabetos entre los sectores más sumergidos y vulnerables se requiere no solo años de pobreza; también muchas veces negligencia en las políticas sociales. En síntesis, el deterioro que vino sufriendo nuestro país sin duda tiene causas diversas pero desembocó unívocamente en la situación actual. Pienso que nos toca a nosotros analizarlo y dar cuenta de todo esto.

En realidad, ese testimonio múltiple ya está empezando a ocurrir. Con lucidez y con pasión se están manifestando expertos de los sectores más diversos. Científicos, politólogos, economistas, universitarios, gente del teatro, del cine, de la literatura, gremialistas, juristas, docentes, trabajadores de diferentes áreas, pequeños empresarios, jubilados, periodistas, están haciendo oír su voz cada vez con más frecuencia y con más claridad. Es el principio de un camino, pienso. Estar bien despiertos y presentes. Porque no hay marcha atrás. Estamos en una situación nueva y tenemos que animarnos a verla, a decidir qué país queremos y a movernos en consecuencia.

Ante todo, ponernos de acuerdo en algo muy básico: quiénes integramos este país. ¿La gente de bien? (escuché más de una vez desde representantes del oficialismo esta expresión poco confiable y me recordó a un humorista excepcional, Landrú, que irónicamente y para aludir a una clase que se consideraba encumbrada, dividía a los argentinos entre los mersas y “la gente como uno”). ¿Es esa “gente de bien” nuestro país o lo integramos todos los que lo habitamos? Porque en este último caso tendremos que admitir que a todos nos corresponden los mismos derechos. Para ser muy básicos: una buena alimentación, una educación de calidad, una salud protegida, acceso a una vida digna. Ahora, no dentro de treinta y cinco años: la vida que se pierde hoy ya no se recupera. Entre tanto podremos protagonizar todos los debates ideológicos que hagan falta. Es necesario que ocurran. Pero pienso que, cuando las papas queman, lo primordial es que encontremos los carriles de coincidir en lo esencial.

El nuestro es un país que vale la pena. Esta Feria que desde hace casi medio siglo se viene llevando a cabo va a constituir mi primer ejemplo. Les cuento que, salvo una vez en que estaba de viaje, vine todos los años. Y que siempre la sentí como un espacio singular. No solo por el objeto impar que la convoca, también por la gente que la recorre. Y atención, porque a partir de acá, sin desentenderme del panorama sombrío que emergió hasta ahora, voy a mostrar mi hilacha optimista. Estuve en algunas Ferias de otros países, tan importantes o más que la nuestra. Vi libros de todas las editoriales, asistí a eventos, conocí celebridades. Pero casi no vi gente. Y en esta Feria nuestra, desde su primera emisión y aun en circunstancias históricas muy difíciles, el público viene, recorre los stands, busca o encuentra determinado libro, compra lo que puede, asiste a los actos culturales, habla con algún escritor, se encuentra con un amigo que hace tiempo no veía. Siente que este es un lugar que le pertenece.

En nuestro país, en suma, el libro importa. Y ese es un dato nada desdeñable acerca de cómo somos. O de cuáles son nuestras posibilidades. Y no es el único dato. El movimiento teatral argentino es excepcional, nuestro cine es valorado acá y en el exterior, nuestros científicos son requeridos y admirados en todo el mundo, hay una literatura notable y, doy fe, siguen apareciendo año tras año nuevos y valiosos escritores, nuestros humoristas son de primer nivel, tenemos músicos y letristas admirables, numerosas editoriales y revistas independientes que se hacen a pulmón, y que, en las buenas y en las malas, publican un material de primer nivel. Pero no solo eso: es notable el sentido del humor popular, que se puede palpar en cualquier calle o en cualquier colectivo, y que muchas veces nos salva de la desesperación; milagrosamente persiste el hábito de encontrarnos en un café solo para conversar, seguimos manejándonos para arreglar lo que haga falta con un alambrecito.

Y todo eso también es cultura, nuestra cultura, la que tenemos que preservar. No se asusten: no tengo la intención de idealizarnos: no es mi costumbre. Unos cuantos y bien bravos defectos debemos tener para que estemos como estamos. Pero contamos con un hermoso capital humano –esto y no otra cosa, según lo entiendo, es el capital humano—, un capital valioso para empezar a soñar con el país que queremos. No vamos a permitir que ese capital sea arrasado. Al contrario; tenemos que luchar para que se multiplique. Una buena alimentación y una buena educación, para todos, es la base (y no crean que es traída de los pelos una referencia a la alimentación cuando se habla de cultura; sin una buena nutrición en la infancia, no hay posibilidad de aprendizaje, no hay para nuestro futuro cultura posible). A partir de esa base imprescindible se abren los caminos. Seguramente estos libros que nos están rodeando, con sus diversos puntos de vista, con sus innumerables visiones de la realidad, tendrán algo que indicarnos.

Ahora, para terminar como corresponde estas palabras (por algo soy cuentista) brindo porque, en un futuro muy cercano, nuestra amada Universidad Pública esté funcionando a pleno y cada vez con más estudiantes, porque nuestras instituciones y medios culturales puedan trabajar por entero y con todo su personal para el desarrollo y la difusión de nuestra cultura; porque siga existiendo a través de los años, cada vez más pujante y más popular, esta Feria del Libro, y porque haya muchas otras Ferias del Libro a lo largo y a lo ancho de nuestro país. Cada vez con más concurrencia, cada vez con más creatividad, cada vez con más lectores.

Buenos Aires, 25 de abril de 2024

[ Mi opinión personal es que este discurso junto con la carta abierta de Rodolfo Walsh a la junta militar son dos textos fundacionales y fundamentales para pensar y pensarnos no solamente como argentinos sino como seres humanos. Gracias siempre, querida Lilina Heker por tu lucidez para poner en palabras y cuerpo lo que sentimos y representarnos. Gracias siempre! ]

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Fotos:

https://www.pagina12.com.ar/731523-liliana-heker-quieren-borrar-del-mapa-la-cultura-y-la-cienci

https://www.clarin.com/cultura/dijo-liliana-heker-apertura-feria-libro_0_BK4986JKXe.html

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Se la puede escuchar –cosa que te recomiendo fervorosamente- aquí:

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¿Quién lleva a quién? | Erri De Luca | El más el menos

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El primero se llamaba Los tres mosqueteros, no leído, sino escuchado a través de la voz de mamá durante las fiebres de la escarlatina. Tres o cuatro mosqueteros se batían dentro de mí contra la injusticia, que coincidía con la enfermedad.

Es evidente desde entonces que los libros se mezclan con la vida, firman acuerdos ocasionales de hermanamiento. Se derraman en el embudo de los ojos y se dispersan en el ambiente de cada uno. Al final de cada lectura el lector se ha contaminado del escritor y de la escritura leída. Thomas Mann y su Montaña mágica tendrán para mí la poca luz y el olor frío del ómnibus de Turín que me llevaba a la fábrica y me traía ocho horas después.

El lector arrastra autor e historia en su mal tiempo o de veraneo, lo hace sentar al lado y mientras lee también lo vuelve a amasar.

Recibir de un libro es una labor tan activa tanto como la de escribirlo.

Como lector sé que me toca a mí llevar a su fin eso que estoy leyendo, combinándolo con mi existencia. El libro para mí no es una obra completa, sino un producto semielaborado. Para terminarlo es necesario el trabajo extra del lector. La relación entre ellos responde a la pregunta: ¿quién lleva a quién? La respuesta debe ser que el libro conduce al lector. En el ómnibus de regreso, entre hombres en pie después de ocho horas en pie, el libro debía hacerme olvidar el peso del cuerpo y del turno trabajado.

Soportaba también la mano que lo tenía abierto entre los temblores del viaje. Bendito tú, libro, que llevas mis huesos a la punta de línea. Por suerte, bajo en la última parada, una intermediase me habría pasado.

Pero si el libro arriesga a pedirme que lo lleve, que agregue sus míseros gramos a los quintales del día, entonces que se vaya al diablo, libro no soy tu maletero. Así fue y sigue el intercambio desigual entre la materia escrita y su lector.

Vi un libro mío entre las manos de una señora. Estaba sentada en un vagón del subte, sus dedos apretaban las páginas para mantenerlas firmes, las daba vueltas delicadamente.

Supe que los libros tienen mejor suerte de la que le toca a quien los escribe. Ahí, llevados en brazo, en viaje, en una isla del sur o en una carpa en la montaña, fijados con intensidad por un par de ojos que harían inmediatamente bajar los míos. Los libros la pasan mejor que quienes los hacen.

Bendigo la suerte de escribir relatos y no crónicas para diarios, porque al lado de la señora iba un hombre con un periódico. Lo movía bruscamente, lo leía descontento, luego lo volvió a doblar y lo metió en el bolsillo. Antes de la noche seguramente lo habrá tirado en un cesto de basura.

Buena suerte, en cambio, la de mis páginas en los brazos de la mujer sentada. Tuve ganas de escribir rápido una para agregarla al final de su libro.

Ya no son mías las palabras escritas, se volvieron suyas. Las ha querido, pescando precisamente esas en el gran bazar de los libros. Las ha pagado con dinero recortado de otros gastos, por ejemplo, dejando de lado una botella de vino, una entrada al cine, un concierto. Tienen para ella el valor agregado de reemplazar cosas más placenteras que un libro. Y ahora están ahí: sobre sus rodillas, hojeadas con un toque de caricia, con los cabellos que bajan como un telón.

Así tomadas y sostenidas, esas páginas son más suyas ahora de cuanto fueron mías antes.

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El más y el menos

Editorial Portaculturas · Primera Edición 2023

Traducción de Javier Folco

Fotos:

https://www.clarin.com/revista-n/literatura/erri-luca-aparece-voz-seguirla_0_BkVqUlkW7.html

https://sextopiso.mx/esp/autor/54/erri-de-luca

https://planvex.es/web/tag/erri-de-luca/ https://elpais.com/noticias/erri-de-luca/

El espacio de nadie | Erri De Luca | El más y el menos

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Si hubieran sido armas colgadas a la pared, habría terminado siendo un cazador, pero había libros, apilados hasta el techo. Los tenía alrededor y encima. Fue un niño y después un muchacho dentro de una habitación de papel. Mi padre los compraba por kilo, eran su más allá, la distancia desde tomates y frutas en almíbar, mercancías de su trabajo. Volvía a la noche, se sentaba en un sillón bajo un libro. Estaba así, al aire libre.

Ese movimiento cotidiano, nuestro silencio de hijos para dejarlo en su mejor tiempo, las ventanas cerradas aun en verano para no escuchar nada más que las páginas: ese movimiento me ha orientado.

“Un día no deberás comprarlos, te los regalaré yo, estantes enteros escritos por mí. Si tu tiempo perfecto es estar entre libros, entonces te llegarán desde mí sin pagarlos. Yo te reembolsaré con libros”.

¿Cómo hace un niño para creer en sus propias palabras? Fácil: todavía no son suyas. Vienen de otra parte de la vida y se asoman con una anticipación imprevista. Los niños trafican profecías en sí mismas y no tiemblan cuando son atroces.

“Te los regalaré yo, forzaré la vida a estar dentro de los libros, primero la mía, a fuerza, después la de los otros, por invitación.”

Meto mis frases entre comillas pero no las dije yo. Como el pez preso del amo que se suelta precisamente bajo la barca y regresa a lo profundo, así es la profecía, la ves, sientes el peso en la mano, pero no la tiras a bordo, a lo seco. No la debes constreñir a la voz, debes dejar que regrese, desde donde vino, desde más allá de los días y de los años. Sólo así se consuma. Si la pronuncias, la sofocas. Por eso, hablando de libros, no dije: te los regalaré yo.

Sucedió porque así debía ser. Ninguna elección ni variante, sino orden venida del futuro de un niño cumplía simplemente su mandato. No un hijo, sino un libro puse en su regazo a tiempo para vérselo abrir, olfatearlo, rozar la tapa lisa, informarse sobre su precio: “El libro de mi hijo”. Estaba ciego. Se lo leyó mamá.

Estoy encariñado con el primero publicado porque él lo tuvo. En la tapa había una habitación con tres de nosotros dentro, hace muchos años, y él también porque estaba detrás de la cámara de fotos Ferrania y nos iluminaba. Este es el detonador de mi vocación, una habitación de papel, un padre que la amuebla y la deshoja. Los libros no redoblan el espesor de las paredes, al contrario, lo anulan. A través de las páginas se va hacia afuera.

Según un escritor francés, leer literatura es ahorrarse una vida, puedes evitar vivirla. Para mí fue vida anticipada, a ser reconocida antes de ser conocida, como sucede con el amor, cuando la novedad de la figura amada sorprende porque está impresa desde hace tiempo. Los libros eran la vida que me avidaba; Cómo comportarme en el lugar de Vronski, Myskin, Gulliver, Rocinante, Tom Sawyer, Billy Budd. Vida de otros, creída y por eso poseída, me adiestraba para reaccionar, para rozar alturas y bajezas desconocidas.

Si leer es una enfermedad, se contrae de otros y se transmite, es infectivo, no defectivo. Defectivo es el mundo a libro cerrado. El recinto de los libros, pequeño como la canasta de un globo aerostático, asombra, sobre todo.

Así me encaminé a meter la vida en la estrechez de las palabras.

Hrabal ha fijado ene l título de un libro la noticia que me define: Una soledad demasiado ruidosa. Así está mi cabeza, tomada por un enjambre de historias que hacen su colmena en mi vacío. Supe por mí mismo que para escribir es necesario ser despojado, estar desahuciados, como viviendas a las cuales llegan las historias, en caravanas gitanas a la búsqueda del espacio de nadie.

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El más y el menos

Editorial Portaculturas · Primera Edición 2023

Traducción de Javier Folco

Fotos:

https://www.clarin.com/revista-n/literatura/erri-luca-aparece-voz-seguirla_0_BkVqUlkW7.html

https://sextopiso.mx/esp/autor/54/erri-de-luca

https://planvex.es/web/tag/erri-de-luca

https://elpais.com/noticias/erri-de-luca

Alejandro Crotto |  En el haras Vadarkablar | Abejas

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Hasta el corral de tierra y tablas
trajeron al retajo,
un criollo sin halo genealógico,
sin nombre inglés o propio o sangre pura,
a que probara conocer si estaba lista la alazana
alzada como un dios entre jejenes en la luz amarilla de la tarde
con tormenta de fondo; a ver si estaba honda y dispuesta,
veterinarios jóvenes de blancos guardapolvos entreabiertos
entraron el retajo lazo al cuello, y el caballo
meneaba cabizbajo entre resoplos la cabeza y de repente
la levantaba señalando a la alazana espléndida; y la yegua
tirante, sus ollares finísimos alerta, casi ciervo,
miraba de reojo mientras daba su grupa florecida,
y se hizo agua un poquito, se iba abriendo, parpadeaba
su sexo, y apartaba la cola, y el criollo
era potencia aproximándose creciente
hasta montar la yegua y lo desviaron
las manos enguantadas, lo sacaron tirándolo del lazo y uno dijo
“está lista, buscalo al Equalize que por las dudas la maneo”
y mientras se acercaba por momentos de costado
luego enseguida pecho al frente,
desplegándose altivo, cabeceando
el aire que rompía al paso fino,
el padrillo valioso, se llevaron al otro hasta un corral
con bebedero hasta mañana, y el retajo
ya manso, hocico en agua,
temblaba en ráfagas oscuras
con mínimos relámpagos, no había viento,
se venía la noche.

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Abejas, Ed. Bajo la Luna, 2009

Foto: https://eldesaguaderorevista.blogspot.com/2013/08/una-plegaria-para-si-mismo.html

Sylvia Plath | Tulipanes

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Los tulipanes son demasiado entusiastas, acá es invierno.

Vean qué blanco todo, qué tranquilo, qué nevado.

Aprendo a estar en paz, acostada sola, en silencio

como la luz se acuesta en estas paredes blancas, esta cama, estas manos.

No soy nadie. Nada tengo que ver con explosiones.

Les di mi nombre y mi ropa de calle a las enfermeras

y mi historia al anestesista y mi cuerpo a los cirujanos.

Apoyaron mi cabeza entre la almohada y el doblez de la sábana,

como un ojo entre dos párpados blancos que no se quieren cerrar.

Pupila estúpida, tiene que absorberlo todo.

Las enfermeras pasan y pasan, no molestan,

a la manera de las gaviotas que van tierra adentro con sus cofias blancas,

haciendo cosas con las manos, una igual a la otra,

así que es imposible saber cuántas son.

Para ellas mi cuerpo es una piedrita, lo cuidan como el agua

cuida a las piedritas que debe arrollar, alisándolas con suavidad.

Me traen sopor en sus agujas brillantes, me traen el sueño.

Ahora me he perdido, estoy harta de equipaje:

mi valijita de charol, como un pastillero negro,

mi marido y mi hija que sonríen en la foto familiar;

sus sonrisas se clavan en mi piel, pequeños anzuelos sonrientes.

He dejado que se me escapen las cosas, como un carguero de treinta años,

tercamente aferrada a mi nombre y dirección.

Me han limpiado de todas mis referencias más preciadas,

asustada y desnuda en la camilla tapizada de plástico verde

vi cómo mi juego de té, mi armario de ropa blanca, mis libros

desaparecían de mi vista. Y el agua me cubrió la cabeza.

Soy una monja ahora, nunca fui tan pura.

No quería ninguna flor, solo quería

yacer mostrando las palmas de las manos, y estar completamente vacía.

Cuánta libertad, una no tiene idea cuánta.

La tranquilidad es tan grande que encandila.

Y no pide nada, el nombre en una etiqueta, algunas chucherías.

A esa tranquilidad se aferran los muertos, finalmente. Los imagino

cerrando la boca sobre ella, como si fuera una hostia.

En primer lugar, los tulipanes son demasiado rojos, me lastiman.

Incluso a través del papel de regalo podía oírlos respirar

levemente, a través de su envoltorio blanco, como un bebé terrible.

Su rojo le habla a mi herida, se corresponden.

Son sutiles: parecen flotar, aunque me hunden,

alterándome con sus súbitas lenguas y su color,

una docena de pesas rojas que me rodea el cuello.

Nadie me vigilaba, ahora me vigilan.

Los tulipanes se vuelven hacia mí, y la ventana a mis espaldas

donde una vez al día la luz lentamente se ensancha y adelgaza,

y me veo, chata, ridícula, una sombra recortada de papel

entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,

y no tengo cara, he querido eclipsarme.

Los vívidos tulipanes se devoran mi oxígeno.

Antes de que llegaran el aire estaba suficientemente tranquilo,

yendo y viniendo, con cada respiración, sin ningún alboroto.

Después los tulipanes lo colmaron como un ruido estridente.

Ahora el aire se agita y arremolina alrededor a la manera en que un río

se agita y arremolina alrededor de una máquina hundida enrojecida por el óxido.

Concentran mi atención, que estaba feliz

jugando y descansando sin comprometerme.

También las paredes parecen levantar temperatura.

Los tulipanes deberían estar enjaulados como animales peligrosos,

se abren como la boca de un gran felino africano.

Y soy consciente de mi corazón: abre y cierra

su cuenco de capullos rojos por puro amor a mí.

El agua que pruebo es cálida y salada, como el mar,

y viene de un país tan lejano como la salud.

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Traducción de Mirta Rosenberg y Alejandro Crotto

Foto: https://efeminista.com/sylvia-plath-inedito-reediciones/

Fotos: https://www.bbc.com/mundo/noticias/2013/02/130213_ultimos_dias_sylvia_plath_np

Esa belleza (fragmento) | John Berger

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El deseo sexual, si es recíproco, origina un complot de dos personas que hace frente al resto de los complots que hay en el mundo. Es una conspiración de dos. El plan es ofrecer al otro un respiro ante el dolor del mundo. No la felicidad, sino un descanso físico ante la enorme responsabilidad de los cuerpos hacia el dolor. En todo deseo hay tanta compasión como apetito. Sea cual sea la proporción, las dos cosas se ensamblan juntas. El deseo es inconcebible sin una herida. Si hubiera alguien sin heridas en este mundo, viviría sin deseo. El deseo anhela proteger al cuerpo deseado de la tragedia que encarna y, lo que es más, se cree capaz. La conspiración consiste en crear juntos un espacio, un lugar, necesariamente temporal, para eximirse de la herida incurable de la carne. Ese lugar es el interior del otro cuerpo. La conspiración consiste en deslizarse al interior del otro, allí donde no se les pueda encontrar. El deseo es un intercambio de escondites.

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Esa belleza · Bartleby Editores · Traducción Jaime Priede

fotos:

Clave de libros / https://conversacionsobrehistoria.info/2021/06/19/john-berger-y-la-cuestion-de-la-historia/

imagen destacada: https://www.clarin.com/cultura/visita-refugio-invierno_0_BklC2PFHx.html

Los árboles · Esta tierra es hermosa | Manuel J. Castilla

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Ahora digo
Limpio de corazón, los ojos puros,
El nombre de los árboles de la tierra que habito,
Su alta serenidad, su lenta sombra
Y su resina cristalina y triste.


Yo voy a la madera y de ella vengo
Doblado en luz, quemado en arenales,
Con una sombra más entre los brazos
Como quien se recuerda con el alma del aire.


Vengo desde las vigas
Cenicientas, caídas, asoleándose,
Con la baba brillosa todavía de los bueyes
Y desde las semillas de los naranjos viejos
Sembradas por carreros en Orán y por loros
Sobre un camino solo y sin regresos.

Desde allí,
Desde el yuchán panzudo
Donde los peces miran su memoria de limo
Cuando los sapos rezan a la tierra,
Desde los urundeles serenísimos,
Quema la voz alzada de chaguancos y tobas
En el baile que muele maíces y dolores.


(¡Oh, pura levedad de los chañares!
¡Oh, doliente algarrobo,
sobre tu pensamiento los hermanos
siguen muriendo para hacerse pájaros!)


Si es que digo quebracho y digo brea
viene la sangre con sus polvaredas
y vienen los abuelos pensativos
doblados en la sal, juntando leña
sobre la costra ardida que le crece a Santiago del Estero.


Vengo desde el laurel que huele como el hombre,
Desde el fondo del cedro donde dormita la rosa
Su amanecer de greda
Y de los guayacanes donde comienza el ébano.


Vengo de allí, desde sus hojas vivas,
Desde el incendio en paz de los lapachos
Cuando los tarcos pierden un tierno olvido lila.
Yo sé de sus raíces
Por donde Dios camina lleno de barro y savia
Ciego y doliente, pero jubiloso.
Yo sé de sus veranos interiores
Y de los vendavales cuajados en sus vetas
Cuando el hombre era apenas
Un blando mineral sobre la tierra,
Una memoria enamorada.


Voy a sus huesos verdes,
Bajo el solazo que tritura cañas;
Me pierdo por la sombra rota de las papayas
De cuyos frutos pende
El semen de todas las primaveras venideras;
Me entierro entre bambúes
Y por los molles lloro
Y en las orejas negras del pacará que trepo
Oigo los pasos de agua que están viniendo
Desde la aún callada certitud de la vida.


Voy a sus huesos verdes
Con un iluminado destino de semilla.
Entonces mi alegría se arrodilla en el fruto
Donde se cumplen dulces agonías.

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Esta tierra es hermosa

Esta tierra es hermosa.

Crece sobre mis ojos como una abierta claridad asombrada.

La nombro con las cosas que voy amando y que me duelen;

Montañas pensativas, lunas que se alzan sobre el chaco

Como una boca de horno de pan recién prendido,

Yuchanes de leyenda

En donde duermen indios y ríos esplendentes,

Gauchos envueltos en una gruesa cáscara de silencio

Y bejucos volcando su azulina inocencia.

Todo eso quiero.

Y hablo de contrapuntos encrespados

Y de lo que ellos para virilmente sangrientos

Cuando el vino en la muerte es un adiós morado.

Esta tierra es hermosa.

Déjenme que la alabe desbordado,

Que la vaya cavando

De canto en canto turbio

Y en semilla y semilla demorado.

Ocurre que me pasa que la pienso despacio

Y que empieza a dolerme casi como un recuerdo,

Y sin embargo, triste, la festejo.

Mato los colibríes que la elogian

Como quien apagara los pétalos del aire.

Hondeo como un niño ángeles y campanas

Y cuando así, dolido, la desnudo,

Cuando así la lastimo,

Me crece, ay, una lágrima en la que apenas si me reconozco.

Digo que me le entrego.

Digo que sin saber la voy amando,

Y digo que me vaya perdonando

Y en un perdón y en otro que le pido

Digo que alegremente voy sangrando.

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De Manuel J. Castilla Obras completas, Eudeba 2019

Mubarak | Laura García Del Castaño

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…Obstinado y deslucido es todo mi vestuario

mangas remendadas

texturas incansables

y domesticas

una arpillera volviendo benévola la carga

e ingenuos

los escombros

ningún disfraz dura demasiado – dijo gallagher,

debajo del cordial desuso hay aspereza

detrás de toda pasividad hay atrapado un roedor

Por eso cuando llega la noche

solo queda dar cuerda a la musiquita del corazón

Dejo crecer el agua en un pequeño rectángulo

sumerjo un plato,

un vaso,

la cabeza de un reino

ejercito la placentera mecánica

de hundir con gracia

y salvar con desprecio

me someto a una adicción

Observo el cuchillo que alguien dejó clavado

en la taza

Opera prima del monstruo que comienza a construir en la calma

su glaciar.

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Lavo la sangre, Mubarak, Buena Vista Editora, segunda ed. Nov. 2021

“Antes un cubo de agua era más valioso que nuestros propios hijos»
Tovognaze

Lavo la sangre de mi periodo en agua color café
Lavo la falla de mi nacimiento
Froto la censura del hombre
La mancha de la mutilación
La costura que es herida y amenaza
Ellos odian lo que no controlan.
No lo dejan ir. Yo lo dejo ir
Estrujo con fuerza mis bragas, como si torciera el cogote de un ave para el almuerzo
Como si exprimiera
la teta de una cabra famélica
El órgano entero de mi madre y de mis hijas
Lo dejo ir.
Lavo el musgo tibio de mi carne
La baba deslavada del universo
y ando así
Goteando sobre la sequedad intensa de mi pueblo
Me muevo lenta sobre los cultivos
para que nadie sienta el olor de
mi sangre desgajada y estéril
que a nadie alimenta
Hebra de madre muerta desmenuzada
no retenida
espesa fibra del baobabs
coágulo sin rostro
líquido terco, clandestino
pura arritmia del bosque
Mi cuerpo inundado
altera a mi padre avergüenza a mi hombre
Decepciona a los dioses
Sangro frente a mi esposo
Mientras estoy menstruando no puedo tocar sus remedios
ni sus amuletos, anulo su poder
Pero entonces apesto a mujer
No puedo evitarlo
Como el mandril
Esparzo el olor en dirección a mi obtuso rival
No puedo ser sumisa en esto
Sangro aunque me ordene que no lo haga
aún arrodillada ante él
Sangro y renazco
Anulo su poder
Lavo la sangre de mi periodo en agua color café

luego llevo el balde hasta la huerta
y riego
Espero que los brotes nazcan que mis hijas crezcan
que todo sea del color
de la tinta en que se impregna

Crónica del forastero | Jorge Teillier

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Vamos a pasear por los extraños pueblos

Eliseo Diego


La noche era un trozo de carbón a punto de arder.
Nada más hermoso que ver al fogonero lanzar paladas.
El horno cambiaba el carbón por oro.
Te dejaron subir a la locomotora.
Hay que amar a la locomotora como a un gran animal doméstico,
amar sus resoplidos, sus nubes de vapor,
la lluvia de hollín con que te bautiza cada estación.

             Pero ya han pasado todos los trenes. Han pasado los trenes, la

             segura rotación de los juegos de las cuatro estaciones: el

             trompo, el volantín, las bolitas, el emboque. Todo eso es triste.

             Mientras escribo unos gatos nuevos maúllan tristemente.

             Y recuerdo el placer de poner mi nombre en los cuadernos el primer día de clases.

Te asomas alarmado a la ventanilla del vagón.
Tu padre bajó al andén para hablar con un amigo,
temes oír de un momento a otro el silbato de partida.
Empiezas a conocer los pueblos de la Frontera.
Tienen nombres que en la lengua de la Tierra
quieren decir: “Guanaco echado”, “Río de brujos”, “Lugar de cenizas”.
Viste apolillarse los columpios de una plaza de juegos.

Un zapatero nos saludaba con la V de la victoria.
Se hablaba de la pelea de Godoy con Joe Louis y de la batalla de Stalingrado.

Hubo un desfile celebrando la caída de Berlín
y la Bomba Atómica era el fin de todas las guerras.

En un pueblo alojabas en casa de una tía y leías el “Pacífico Magazine”

con noticias de la Guerra del 14,
en otro viste que al atardecer la gente iba llevando sillas
para asistir a una función de cine,
en otro escuchaste a los músicos de la Banda Municipal tocar
“Titina” en un kiosco a punto de caer.

Días de descubrir las aldeas
como más tarde el sabor de cada bebida,
peligrosos como los cercos de alambre de púa en donde uno
puede enredarse al salir de caza.
Aldeas que he recorrido
por calles fangosas que llevan a las afueras.
Allí hay gente que muere sin haber visto nunca el mar.
Hay muchachos jugando fútbol.
Se cantan rondas que ya no se escuchan en las ciudades:

            Yo me quería casar
            con un mocito barbero.
            Me sentaron en una silla
            y me cortaron el pelo…


En el bar del Hotel estuve esperando las campanadas que anuncian la llegada del tren.
Pero los nuevos amigos hicieron llegar nuevas botellas
Y allí estuvimos hasta el alba de los trenes de carga.

Una vez aguardando la llegada de un tren, bajo un aguacero,
me hice amigo de un pobre organillero.
El viento, el frío y la lluvia velaban con nuestra espera,
antes que subiéramos al carro de tercera.

Sí, he vuelto a los pueblos tantas veces
porque el tiempo me suele tener en su guarda.
Y siempre llego por calles barrosas a las afueras
donde los hijos de mis compañeros de curso
juegan el mismo eterno partido de fútbol.

El otoño | Russell Edson

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Érase un hombre que encontró dos hojas y entró en casa sujetándolas con los brazos extendidos diciéndole a sus padres que era un árbol.

A lo que ellos respondieron sal al jardín y no crezcas en el living o tus raíces arruinarán la alfombra.

Él les dijo estoy bromeando, no soy un árbol, y dejó caer las hojas.

Pero sus padres dijeron miren ya es otoño.

#8M

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«Quienes nos mantenemos firmes fuera del círculo de lo que esta sociedad define como mujeres aceptables; quienes nos hemos forjado en el crisol de las diferencias, o, lo que es lo mismo, quienes somos pobres, quienes somos lesbianas, quienes somos trans, quienes somos negras, quienes somos viejas, sabemos que la supervivencia no es una asignatura académica.
La supervivencia es aprender a mantenerse firme en la soledad, contra la impopularidad y quizá los insultos, y aprender a hacer causa común con otras que también están fuera del sistema y, entre todas, definir y luchar por un mundo en el que todas podamos florecer.
La supervivencia es aprender a asimilar nuestras diferencias y a convertirlas en potencialidades. Porque las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo. Quizá nos permitan obtener una victoria pasajera siguiendo sus reglas del juego, pero nunca nos valdrán para efectuar un auténtico cambio. Y esto sólo resulta amenazador para aquellas mujeres que siguen considerando que la casa del amo es su única fuente de apoyo.»

Audre Lorde

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Fotos;

https://www.meer.com/it/64053-audre-lorde

Swann Galleries

Peter Orner

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Por mucho tiempo creí que leer de alguna manera me haría un mejor escritor. Así que leía para poder escribir. Justifiqué las horas que pasé tirado diciendo que leer era «mi trabajo». Ahora puedo ver cuán delirante es eso. Ni los trece tomos de Chéjov me ayudarían a escribir una sola oración que se sienta viva en la página. Eso viene de otra parte, de algún lugar allá afuera en el mundo, donde las madres mueren en accidentes y sus hijas esconden la tristeza. Aun así, llegué a la conclusión de que leer me mantiene con vida, punto. Me levanto para leer y duermo para poder levantarme por la mañana y leer un poco más. Siempre habrá espacio para decir algo sobre cómo ciertos cuentos horadan nuestros cerebros y ciertos personajes inexistentes se convierten en una parte de nosotros.

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Fotografía: https://www.tiempoar.com.ar/cultura/peter-orner-el-hombre-que-cree-que-la-emocion-literaria-es-tan-inexplicable-como-el-amor/

Trance | Alan Pauls | precoz y fragmentos

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precoz. No hay lector verdadero que no haya sido un lector precoz. La precocidad, aquí, no es un accidente singular sino un elemento esencial, también singular pero constitutivo, que más que caracterizar una práctica la determina por completo. Se empieza a leer antes de ser capaz de hacerlo, siempre. De esa condición le interesan dos cosas, que actúan en simultáneo pero merecen distinguirse.

Una: la idea –teñida de voluntarismo- de que en la precocidad no hay tanto la excepcionalidad de una disposición temprana como una voluntad, un afán, una avidez de advenedizo. Precoz, pues, no es el que descubre y hace contacto con lo que desea antes que otros. Más que la consumación prematura de una relación feliz, de encuentro, entre un sujeto y un objeto de deseo, la precocidad es la relación fallida, desequilibrada, fuera de escala, entre un sujeto y un objeto cuya altura no está del todo. La diferencia no es menor. El precoz tradicional (el precoz prodigio, digamos) no sabe que no sabe (leer, escribir, pintar, lo que sea); empujado por una inclinación natural, madrugadora, se limita a lanzarse sobre su objeto, como un depredador. El otro, en cambio, casi no tiene conciencia de otra cosa que todo lo que le falta; sabe perfectamente que no sabe, sabe todo lo que le hace falta aún para saber, y “soluciona” esa brecha como puede –en principio, fingiendo.

                Porque en ese lector precoz de flequillo y zapatos abotinados que lee un libro al revés sentado en el cordón de la vereda él nunca ha reconocido a un prodigio, ni nada que remita a un superpoder. Reconoce más bien a un actor, un farsante, alguien competente no para hacer lo que hace de cuenta que hacer (leer) sino para simular ser alguien que no es, que por el momento es imposible que sea: un lector. Así, él, que nunca quiso “ser escritor” sino escribir (a tal punto que hasta bien entrada su vida de escritor niega de derecho la existencia de los escritores), comprende –es lo que le enseña su propia escena originaria de lector- que antes de querer leer, entre los tres y los cuatro años, con su abuela alemana como único modelo, probablemente, quiso ser un lector, aislarse como ha observado que se aíslan los lectores, concentrarse y olvidarse del cuerpo y ser indiferente y remoto y deseable como ellos. No hay mucho mérito, pues, en esta forma de precocidad, y si la hay no tiene que ver con el talento o el don, tiene que ver con la autosugestión, la fe, la tenacidad, la disciplina para creer en la farsa que se ha montado, para gozar de ella y practicarla con disciplina y alegría, hasta convertirla en destino (que los otros, si no toman la cosas con pinzas, convertirán a su vez, retroactivamente, en un prodigio de precocidad).

                La otra idea, más experimental, digamos, tiene que ver con lo que ese encuentro de fuerzas tan dispares (el farsante del flequillo, la lectura, los libros) es capaz de deparar, que puede ser desastroso o sublime pero nunca será lo que se espera que sea. Porque, enfrentadas por fin con lo que tanto codicia, toda voluntad, el ahínco, la porfía del impostor, tan de parvenu del siglo XIX, se desvanecen en un segundo, naturalizadas, como superpoderes de pacotilla, por la radiación que tuvieron la imprudencia de desafiar. Leer, pues, ya no es hacer algo con alqo que está escrito; es someterse, exponerse, radiarse con él (como dice que se radian ciertos enfermos). El lector farsante es léido (véase). Es un momento crítico, del que depende todo. El impostor puede asustarse y huir. Puede sortear, negándola, la situación. Pero también puede quedarse quieto, y asentir, y contener la respiración, de esos rayos que lo marcarán para siempre. Así, en ese momento, cuando más desvalido, más pasivo, más víctima es de su propia hubris, el impostor tropieza con una sorpresa providencial, suerte de milagro que transforma sus minusvalías en un inesperado saber, o más bien en una astucia o una treta de dragón: se da cuenta de que al desear leer antes de tiempo no hace sino intensificar el efecto que la lectura tendrá en él, en ese tesoro de vulnerabilidad que son su imaginación y su cuerpo, igual que una droga prende y pega más cuando el organismo que la recibe tiene bajas las defensas.

                De ahí el derecho que se arroga, le pidan consejo o no –lo que prueba hasta qué punto considera el asunto crucial para su militancia de lector-, de preconizar la temeridad que la mayoría de los manuales de psicopedagogía desalientan: leer (y dar a leer) libros “que no son para la edad” del destinatario. En esas lecturas desafiantes, que exigen más u otra cosa que las armas que ofrecen la curiosidad, el interés o la competencia del lector, le gusta ver no la causa posible de un trauma, el exceso insensato que justificaría la renuncia y la alergia a la lectura –según reza su fe, jamás un episodio de lectura, por cruento, inoportuno o impertinente que sea, ha sido ni será culpable de una aversión a la lectura-, sino la promesa, por no decir la garantía, de una captura y un influyo que ninguna lectura apropiada, celosa de las proporciones, estará jamás en condiciones de provocar. Las lecturas prematuras, como las mujeres que no son “de nuestro tipo” según Proust, son las peores –es decir, las más determinantes- porque toman al lector de sorpresa: ajenas al horizonte “natural” de lecturas dictado por su edad, el lector, que no las espera, carece de los anticuerpos que le permitirían filtrarlas, “traducirlas” a los idiomas que está preparado para digerir su sistema inmunológico. En esa pérdida, más o menos subrepticiamente, además, funda dos de sus convicciones (sus fobias) más preciadas de lector. La primera apunta contra el dogma que hace de la comprensión el objetico, la condición y la caución de toda lectura benéfica, formativa, eficaz. Para él, “entender” es solo una capa de ese hojaldre complejo que es leer, no necesariamente la más importante, pero la ley con la que regula el campo múltiple de lo legible, arbitraria y perfectamente discutible, se da por sentada como si fuera un derecho sagrado. Todo “lo que no se entiende”, sea lo que sea, cae de inmediato en cuarentena, acusado de opaco, inútil, secundario, no pertinente o, lo que es peor, perjudicial. Su idea de la buena lectura es menos higiénica; sostiene que lo que no se entiende, en la medida, solo en la medida, en que tenga alguna relación, por tenue y sutil que sea, con lo que se entiende. Solo ese resto hermético, indescifrable, que sacude, hunde en el pasmo o deja perplejo, separa a la lectura de la única experiencia con la que no debería confundirse: una satisfacción –un hobby del gusto-, y le inyecta ese virus temporal que hará de ella un verdadero objeto de deseo: residualidad.

                (Los dos ejemplos que cita para defender un argumento tan poco defendible no son del todo convincentes, pero son personales y lleva años perfeccionando el tono y la argumentación con que los despliega. El primero no es un libro sino una película [pero, como queda dicho en otra parte –véase estructuralistas-, para él, de cara a una fenomenología doméstica de la lectura, entre una cosa y otra no hay mayor diferencia]: Odisea del espacio. El film de Kubrick se estrena en el país en abril de 1968, y él lo ve, en una especie de éxtasis alucinatorio que casi no se repetirá, una noche de verano del 69 en el cine Ópera de Mar del Plata, con su hermano mayor, medio escondidos, los dos, en el palco muy lateral al que los conduce, una vez comenzada la función, un acomodador uniformado de rojo, sin linterna, el mismo que pasa a buscarlos cuando corre el rodante de créditos final, antes de que se prendan las luces, y los custodia hasta la calle, dado que la película ha sido calificada como prohibida para menores de catorce años y ellos tienen nueve y once respectivamente, una contravención municipal pero sobre todo, dado los tiempos que corren -gobierno del general Juan Carlos “Morsa” Onganía-, moral, que los dueños del cine, conocidos de su madre, de espíritu permisivos pero atentos, al mismo tiempo, al perjuicio que podría ocasionarles la denuncia de uno de esos ciudadanos indignados que brotan como hongos con la dictadura militar, solo han aceptado pasar por alto con una condición: que los jóvenes polizones no se hagan notar por el resto del público. Nueve años tiene, y todo lo que no entiende de la fábula psicodélica de Kubrick es tanto, y tan deslumbrante, impregna y enrarece a tal punto lo poco, poquísimo que atina a entender, o más bien a reconocer, de lo que ve esa noche en la pantalla, que esa película, en cierto modo, nunca dejará de verla, la verá una y otra vez aunque no quiera, y cada vez que la vea, contra lo que se podría pensar –porque lo que no se ha entendido de entrada no se entenderá nunca, pero permitirá entender muchas otras cosas, si no Todo-, no la entenderá más sino menos, siempre menos. El segundo es El bloque de la noche de Djuna Barnes. ¿Cuántas veces lee ese libro diabólico? ¿Diez? ¿Quince? ¿Cuántas –secuestrado por su violencia lírica y sin entender, literalmente, una sola palabra? Y cada vez que vuelve a él, indefenso como la primera vez, con la esperanza insensata de, por fin, entender, celebra que la precocidad no sea sinónimo de juventud sino de rejuvenecimiento).

subrayar. ”Si reconoce las distintas cosechas de su letra manuscrita, puede determinar cómo cambió su manera de leer tal o cual libro a través de los años; es decir: cómo cambió él a secas, todo él, en la medida en que si hay un yo que haya llegado hasta hoy más o menos intacto, a la altura de la farsa de solidez que es su identidad jurídica, ese yo es su yo lector. Eslabón de enlace entre la lectura callada (gratuita, puramente placentera, amateur) y la lectura escrita (especializada, profesional), el subrayado, como le gusta llamar, genéricamente, al simple goce de dejar un rastro en la nieve de lo que lee, es quizás el único documento autobiográfico que no se atrevería a contradecir, que reconocería y aceptaría aun cuando lo comprometiera o lo humillara, tan fiel, preciso y no manipulable como para la vida de un árbol el dibujo de los anillos internos de su tronco”.

misterio. “Leer no es solo una pasión de la imaginación; es una práctica diaria, un trabajo, una misión, una militancia, un ritual de burocracia, un tratamiento, una disciplina, una fe, una costumbre, un pecado, una inversión, un compromiso, una deuda, un hobby, una droga –todo al mismo tiempo, todo el tiempo. No hay nada que haga con la misma frecuencia, la misma devoción, la misma obediencia bovina, el mismo grado de necesidad que leer. Dormir, tal vez, tal vez soñar, comer, respirar… Por naturalizada que está, esa coextensividad entre vida y lectura no deja de asombrarlo. ¿Cómo es que una sofisticada inversión de la cultura humana cobra estatuto de apremio orgánico y llega a infiltrarse en el elenco indigno pero impostergable de las llamadas funciones básicas?

vicio impune. “Leer, para él, es la experiencia mínima, modesta, económica, alrededor de la cual se despliega la multiplicidad del mundo. Como otros se jactan de sus hazañas sexuales, del variado repertorio de lugares, condiciones, posiciones y rituales en los que pusieron en juego su deseo, él se jacta de haber atravesado el bosque de lo que existe rendido a una pasión silenciosa y más bien célibe, que se abre y se cierra cada vez que sucede pero no se extingue nunca”.

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Trance. Un glosario | Alan Pauls | Ampersand, 2019

Melancolía | Diana Bellessi

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[La melancolía] está siempre presente. La melancolía es una cosa extraña porque esconde una carcajada detrás y un llanto adelante. Pero es un estado placentero. Es el estado en el cual ves las cosas. Las grandes y las chiquitas. No entiendo la melancolía como una enfermedad sino como ese instante en el que se para el mundo, y lo ves. Y cuando lo ves, a veces, lográs agarrar una chispita del mundo. Y es tan hermoso. Tan hermoso.

En uno de mis libros, Variaciones de la luz, ahí llegué [al endecasílabo] donde más me aproximé. Pero cuando empezaba como a sentirlo ya casi mío me fui. Porque hay que irse siempre de aquello que uno cree que va a agarrar. Para ver qué cosa nueva hay que uno no sepa nada. Qué va a venir.

[La poesía y el misterio] son primos hermanos, por eso te decía que son unos sonidos que portan algún sentido. Es muy difícil mantenerlo ahí [al poema], en el mismo lugar: que sea un sonido que porta algunos sentidos. Uno se va a la mierda a cada rato. O se va al puro sentido o al puro sonido. Mantenerlo en esa vertiente que va y viene, va y viene, es uno de los dones del poeta.

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Fragmento tomado de:

https://ip.digital/cultura-y-espectaculos/16998-diana-bellessi-la-poesia-tiene-que-sorprenderte?fbclid=IwAR03xYOSv40qR5jcFgibLj2p9jt6Bw7TMiGWnMVyrwayPPoaEVOCu1TZ01A

Fotografías:

https://www.eternacadencia.com.ar/blog/contenidos-originales/entrevistas/item/diana-bellessi-si-el-corazon-no-lo-empuja-no-hay-poema.html

https://circulodepoesia.com/tag/diana-bellessi/

Para que exista esa isla | Julieta Lopérgolo

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Por última vez
había que subir a la terraza a destender
tu ropa.
Había que ver cómo algo tan simple
nos hería.
Esa mañana contraria a las demás
la forma de tu cuerpo ondulaba en la soga,
el aire envejecido,
empastado de nada,
todo lo que no.
Queríamos decir mañana y no,
cielo celeste no,
ni vamos,
ni en un rato.
Lo único importante era esa ropa paralela
a la certeza enorme de tu muerte
en los oídos.
Podríamos haber velado directamente
la ropa tendida,
abrazados,
mientras soplaba ese viento desacostumbrado de junio
sobre el techo inocente de tu casa.

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Para que exista esa isla | Postales Japonesas | Segunda Edición 2020

Fotografía tomada del blog El desaguadero http://eldesaguaderorevista.blogspot.com/2019/11/reportaje-haiku-julieta-lopergolo-o-la.html

La vida secreta de la poesía | Mark Strand

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Estamos en 1957. Me encuentro en casa, durante las vacaciones de la facultad de Bellas Artes, sentado frente a mi madre en el salón. Hablamos de mi futuro. Mi madre considera que he elegido un oficio difícil. Tendré que luchar en la sombra, y puede que pasen muchos años hasta que alcance algún reconocimiento; y ni aún entonces es seguro que pueda ganarme la vida ni mantener una familia. Mi madre piensa que sería más inteligente que me hiciera abogado o médico. Justo en ese momento le digo que, aunque acabo de empezar Bellas Artes, lo que de verdad me interesa es la poesía. “Pero entonces jamás podrás ganarte la vida”, me dice. A mi madre le preocupa que yo pueda sufrir innecesariamente. Le explico que los placeres que es capaz de proporcionar la poesía son muy superiores a los del dinero o la estabilidad. Le propongo leerle algunos de mis poemas favoritos de Wallace Stevens. Comienzo por “La idea de orden en Key West”. Al poco, sus ojos se cierran y su cabeza se vence hacia un lado. Mi madre se ha dormido en el sillón.

2

No pretendo burlarme de mi madre. Su incapacidad para responder como me hubiese gustado es, en realidad, la que padece casi todo el mundo. Escuchar un poema leído, igual que leerlo, no se parece a ningún otro tipo de contacto con el lenguaje. Nada nos prepara para la poesía. Mi madre era lectora de novelas y libros de no ficción en general. Creo que hablaba con comprensión y juicio acerca de lo que leía. Pero, ¿en qué se diferencia la poesía de las lecturas a las que estaba acostumbrada? Lo primero que acude a la mente es que el poema suele tener como único contexto la voz del poeta: una voz que no se dirige a nadie en particular, y que carece del apoyo de una situación o de unas situaciones generadas por las palabras o las acciones de otros; apoyo que sí posee una obra de ficción. El poema suscita su propio sentido, no el sentido del mundo. Se inventa a sí mismo: su propia necesidad o urgencia, su tono, su mezcla de significado y sonido, están en la voz del poeta. En este aislamiento engendra su autoridad. Una novela, para resultar creíble, ha de tener aspectos en común con nuestro mundo. Sus personajes deben actuar de un modo que reconozcamos como humano, y deben hacerlo en lugares creíbles y con objetos creíbles. Si estamos mejor preparados para leer ficción es porque la mayor parte de lo que se dice ya lo sabemos. En un poema, por contra, la mayor parte de lo que se dice no se sabe, o es desconocido. El mundo de las cosas o de las experiencias que pudieron originar el poema suele estar diluido en el trasfondo. Es como si el poema reemplazara ese mundo para establecer su propio dominio, afirmándose a sí mismo sobre el mundo, extrañamente.

      Lo que se conoce de un poema es su lenguaje, es decir, las palabras que usa. Solo que en un poema estas palabras parecen distintas. Resultan raras hasta las más familiares. En un poema cada palabra es importante, su intensidad es máxima, por lo que goza de un peso que rara vez adquiere en la ficción. (Hay excepciones notables en las obras de Joyce, Beckett y Virginia Woolf). En una novela, las palabras se encuentran subordinadas a las grandes porciones de acción o caracterización que hacen avanzar la trama. En un poema, las palabras son la acción. Por eso un poema se impone de inmediato –en una o dos líneas–, y por eso un lector asiduo de poesía puede discernir al momento si un poema tiene autoridad. De una novela, en cambio, sería difícil saber mucho con leer tan solo su primera frase. Por lo general le concedemos una docena de páginas, o más, para juzgar si merece nuestra atención. Y nuestra atención la capta, paradójicamente, cuando su lenguaje casi desaparece entre los acontecimientos que genera. Leemos con más comodidad una novela cuando su lenguaje no nos distrae. Lo que deseamos al leer una novela es avanzar. Un poema opera justo al contrario. Incita a la lentitud, nos conmina a saborear cada palabra. Es en el poema donde se hace más palpable el poder del lenguaje. Pero en una cultura que fomenta la lectura rápida, la comida rápida, los informativos de diez segundos y otras formas veloces de absorción, ¿quién quiere algo que exige ir más lento?

3

La lectura de no ficción no prepara mejor para la poesía que la lectura de ficción. Mis padres eran ambos lectores de no ficción; buscaban información no solo para instruirse, sino también para sentir que tenían control sobre un mundo en el que contaban poco. Su necesidad de certeza era proporcional a su sentimiento de duda. Si disponemos de los hechos –o los supuestos hechos–, podemos no solo proscribir la incertidumbre, sino también albergar la ilusión de que vivimos en un universo estático, en un mundo fijo y predecible, del que haya sido desterrado el misterio. Se explica así que la poesía no fuese algo que mis padres leyeran con gusto. Era el enemigo. Para ellos, la poesía solo podía devolverle confusión al mundo, enturbiar con ambigüedad las certezas; constituía una amenaza para el ansia que tenían de un conocimiento que aportase seguridad. Para los lectores como mis padres, el flirteo de la poesía con la borradura, la contingencia y hasta el sinsentido es duro de tragar. Y aún más difícil es que la poesía, con sus figuras retóricas y sus ritmos, proponga un estado de suspensión verbal. La poesía es la manifestación del lenguaje en su forma más engañosa y seductora, a la vez que imprecisa, con lo que hasta parece que se burla de nuestra ansia por la simplificación y por un orden sencillo del que disponer. Y no se trata solo de que la poesía prefiera que haya una multiplicidad de significados en vez de uno dominante; es que pudiera ocurrir que nos comunicara algo que fuese más allá del “significado”, algo cuyo origen no estuviera en el poeta, sino en la tenue luz primera del lenguaje, en una suerte de estadio “anterior”. Puede que la lectura de un poema sea entonces una búsqueda de lo desconocido; de algo que reposa en el seno de la experiencia, pero que no se puede señalar ni describir sin que resulte reducido o alterado; de algo que sin embargo se deja contener, lo que lo hace menos terrorífico. No se trata de conocimiento, sino más bien de una ocasión para creer, una razón para asentir, una afirmación de la existencia. Resulta opaco y misterioso y, al tiempo que invita al lector, lo repele. Esto desconocido puede incomodar al lector, forzarlo a hacer cosas que atenuarán la extrañeza del poema; lo que implica por lo general inventar un contexto en que fijarlo, algo que contrarreste el carácter incorpóreo del poema. Como ya he indicado, puede que se establezca una relación con lo que originó el poema (de cuya oscura morada ha emergido). Los contextos que elaboramos en defensa propia podrían alumbrarnos, podrían explicarnos incluso partes o rasgos del poema; pero nunca sustituirían su voz íntegra. Pese a su poder de encantamiento, el poema se resistirá siempre a significados que no sean parciales.

4

Quizá mi madre intuyó todo esto aquel día de 1957, y sintió que estaría más segura dentro de su propia oscuridad que en la que le brindaba Wallace Stevens. Pero no todos los poemas tienen como propósito recordarnos lo oscuro o lo desconocido que late en nuestra experiencia. Algunos se proponen otra cosa: hablar de lo conocido, de las experiencias comunes que nos hacen sentir poderosamente nuestra humanidad, las experiencias que compartimos con quienes vivieron hace cientos de años. Es tarea difícil hablar por medio de las convenciones poéticas y lingüísticas de una época determinada acerca de aquello que parece no haber cambiado. Todo poema debe hablar de algún modo por sí mismo, por su propia novedad: a partir tanto de sus ataduras a las convenciones del momento como de su distorsión. Debe hacernos creer que lo que leemos nos pertenece, aunque sepamos que nos está diciendo algo muy antiguo. Esta forma de engaño le permite a la poesía liberarse de los tópicos. Cuando se repiten convenciones de otra época ya empleadas hasta la saciedad, el efecto es banal: así ocurre, por ejemplo, con esos versos gastados y sentimentales que se ponen en las felicitaciones de cumpleaños. Aunque es por estas convenciones precisamente por las que reconocemos la poesía como tal. Al recurrir a viejas figuras en combinaciones nuevas, con ligeras alteraciones, al emplear la métrica, al usar esquemas de rima nuevos y renovar los patrones estróficos, ajustándolos al habla contemporánea, a su sintaxis, a sus modismos, los poemas rinden homenaje a los poemas que les preceden. Quien no está familiarizado con la poesía quizá desconozca esto, y no alcanzará a captarlo al escuchar la lectura de un poema. Esta es la vida secreta de la poesía. En todo momento rinde homenaje al pasado, prolongando la tradición hasta el presente. Mi madre, que no leía poesía, sin duda no era consciente de esta otra vida del poema.

5

Estamos en 1965. Mi madre ha muerto. Se ha publicado mi primer libro de poemas. Mi padre, que, al igual que mi madre, no ha sido nunca lector de poesía, lo lee. Estoy emocionado. La imagen de mi padre ponderando lo que he escrito me llena de un regocijo inefable. Quiere hablarme sobre los poemas, pero le cuesta empezar. Al fin lo hace. Algunos los ha hallado confusos y le gustaría que se los aclarara. Otros le parecen completamente claros y está deseando transmitirme cuánto significan para él. Los que más le dicen son los que dan voz a su sentimiento de pérdida, tras la muerte de mi madre. Parecen expresar lo que él ya sabe pero no logra decir. Su poder es casi mágico. En pocas palabras le cuentan lo que él está sintiendo. Le ponen en contacto consigo mismo. Mi padre puede leer mis poemas –y he de decir que podrían haber sido los de cualquiera– y adueñarse de su pérdida, en vez de que ella se adueñe de él. Esta capacidad que tiene la poesía de ordenar nuestra casa interior, de formalizar emociones difíciles de articular, es una de las razones por las que seguimos contando con ella en los momentos de crisis y en las ocasiones en que necesitamos saber, en pocas palabras, aquello por lo que pasamos. Pienso en los funerales en particular, pero lo mismo se podría decir de los cumpleaños y las bodas. Sin la poesía tendríamos únicamente silencio o banalidad: el primero, dejándonos a solas con nuestros recursos inadecuados para experimentar la iluminación; la segunda, abaratando con la generalización lo que desearíamos para nosotros solos, empobreciendo nuestra experiencia, convirtiendo en embarazoso nuestro sentido de la intimidad. Si mi padre hubiera vivido más tiempo, se podría haber convertido en un lector de poesía. Había descubierto su necesidad: no solo de mi poesía, sino del lenguaje mismo de la poesía, de las formas en que construye su sentido. Y ahora que han pasado los años, cuando escribo algo bueno pienso en mi padre complacido, y pienso también que mi madre, si pudiera escuchar esos versos, despertaría de su siesta y me daría su aprobación.

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Introducción a The Best American Poetry, 1991, recogido en The Weather of Words, 2000

En Sobre nada y otros escritos

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Fotografías tomas de:

https://www.latercera.com/culto/2019/12/26/aves-nocturnas-edward-hopper/

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La mañana verde. Diciembre de 2001 | Crónicas Marcianas | Ray Bradbury

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Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se nevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.

Se llamaba Benjamin Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta, o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.

Benjamin Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.

En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamin Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.

-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.

El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.

-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto… Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.

Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones. o plantar más árboles.

-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Johnny Appleseed, que anduvo por toda América plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!

Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:

-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?

Luego se había desmayado.

Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.

-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.

-¿Qué me ha pasado?

-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.

-¡No!

Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.

– Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!

Le dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez.

-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!

Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.

-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.

-¿Pero me dejarán trabajar?

Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.

Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.

Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iba empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.

El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.

Esta noche -pensó-. Y extendió la mano para sentir la lluvia. Esta noche.

Lo despertó un golpe muy leve en la frente.

El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.

La lluvia.

Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elixir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.

Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte y se precipitó a tierra. Diez billones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.

Calado hasta los huesos, Benjamin Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.

Llovió sin cesar durante dos horas Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.

El señor Benjamin Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.

El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.

No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.

Era una mañana verde.

Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.

-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.

Pero el valle y la mañana eran verdes.

¿Y el aire?

De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se lo podía ver, brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.

Benjamin Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.

Antes que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.

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#LeyDeHumedalesYa

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Crónicas Marcianas . Ray Bradbury Minotauro, 2002

Luz | Robin Myers

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«Yo creo que al final es todo luz; creo que es aire»
–Larry Levis

Yo creo que al final es todo luz. Pero no, finalmente,
porque sea algo hermoso o temporario, ni siquiera solemne. Una vez,

con un hombre del que estaba enamorada, fuimos al bosque a caminar y de repente se largó a llover.]
No estaba en nuestros planes. Pero igual le encantó; él era de Wyoming,

y estaba acostumbrado a amar aquellas cosas que el mundo decidía que podía manejar sin previo aviso].
Sacudía los árboles la lluvia. Convertía el sendero en un riachuelo, levantaba la tierra,

y a mí me parecía que jamás volvería a estar seca. Pero cuando llegamos hasta un risco]
y miramos abajo, en dirección al valle, vimos que el sol se abría paso a través de las nubes

que antes lo ocultaban: súbitamente, la tormenta era una tormenta de luz.
Se tiñó todo el valle de un naranja profundo, los árboles brillaban doblemente:

antes por el otoño, ahora por el sol. El hombre
contemplaba, asombrado, el barro reluciente ante nosotros.

Yo creo que al final es todo luz, pero no porque cambie lo que toca.
Yo creo que él creía que estar ahí

nos convertía a ambos en parte del paisaje –y me tocó la cara,
donde tenía lluvia todavía, y quizá algo de luz-; y también me parece que creía

que de algún modo éramos responsables, en el sentido, al menos, de que siempre
lo somos de las cosas que decidimos ver. Yo creo que al final es todo luz,

no, sin embargo, porque nos bendiga o nos borre: sentí, al bajar
por la ladera, una especie de incómoda ternura por el cuerpo

que tenía a mi lado, este hombre cuya mano había tocado mi piel,
como si de verdad todo esto se tratara de su mano y mi piel; cuyo amor por el mundo

siempre será más fuerte cada vez que pose la mirada sobre él y mire cómo el sol
resalta todo aquello que él sabe verdadero. Pasamos por al lado de un arroyo

salpicado por esquirlas de luz, como si fueran peces.
Vimos la luz filtrarse por el aire. Y así vimos el aire. Yo pienso que al final es todo luz, pero tan sólo]

porque no guarda relación alguna con nosotros, no nos puede ayudar,
tan sólo iluminarnos, de la misma manera en que ilumina una fila de árboles,

una ruta desierta, sábanas arrugadas al amanecer tras la partida del amante.
Pienso que todo es luz, porque nos encendemos y después nos apagamos,

luego nos encendemos otra vez, le demos importancia
o no a ese hecho. Porque no. No podemos.

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Texto sacado del blog de Ezequiel Zaidenwerg https://www.zaidenwerg.com/luz-robin-myers-2/

Foto tomada de: https://www.bestialectora.com/2020/06/biografia-de-robin-myers.html

Marta Andreu | ¿Qué es un cineasta?

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¿Cómo le explicarías a un niñe qué es el cine?

Es un ejercicio de imaginación, no puedo recurrir a la memoria ni a experiencias pasadas porque no tengo hijos, pero sí tengo padres. Y ese es otro temazo. Los padres la sufren en tratar de entender lo que hacemos. Mi padre que era un gran cinéfilo. Cuando le decía que estábamos haciendo una película claro me decía “¿es cine o es un documental?”. Entonces al final fue increíble porque efectivamente lo entendió e hizo una cosa, algo que en español (a ver cómo lo hacemos en francés pero diría que no funciona por la lengua) y es que de repente decidió […] usar el artículo femenino para llamar a los documentales. Entonces después me llamaba muy contento diciéndome “acabo de ver una documental”, como para transmitirme que había aprendido. Cambiándole el género había aprendido que el documental era una película. Después […] confundió lo de la duración. Entonces (no sé por qué se confunde el documental con el corto) era de vez en cuando “¿cómo te va con los cortos?”. Bueno yo sé que es largo pero voy a hacer ese esfuerzo y me imagino que le tengo que contar no a un hijo pero a mi padre, que falleció hace dos años, y si ahora tuviera la oportunidad de contárselo seguramente el sí que no me aplaudiría.

No sé. Para mí, no sé si el cine, pero un cineasta, le diría:

Imagínate que es alguien que ha perdido algo y que de alguna manera necesita buscarlo. No para encontrar a ese algo si no para encontrarse a sí mismo. Y lo que hace es de alguna manera perderse en esa búsqueda.

Lo que caracteriza esta búsqueda es que nunca va a encontrar exactamente lo que estaba buscando pero eso no lo hace un perdedor sino que algo se revelará por el camino. Algo que siempre estuvo ahí y que en el fondo hacer la película le permitió aprenderlo a ver.

Y le diría que el cineasta, se imaginara, es un cazador de mariposas. Haciendo que las mariposas son la imagen justa para intentar decir aquello que busca decir, que no deja de ser reformular la misma pregunta más que encontrar una respuesta. Y el cine no deja de ser el resultado de ese proceso, de esa búsqueda y de ese viaje.

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Pregunta: ¿Cómo plantear a los niños y a los jóvenes en qué consiste esto tan etéreo de hacer cine?

Minuto 26.50 

Encuentro de Creadores con Eric Pauwels y Marta Andreu

Para llevarte a vivir | Javier Ruibal

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De lo dicho sin pensar,
De lo que callo y no digo,
De las cosas por pasar,
De las trampas del azar,
De las cartas del destino,
Tengo un lápiz colora’o
Con un librito guarda’o
Para escribirlo contigo.


Si la suerte inoportuna
Te jugara una encerrona,
Si no hay salida ninguna,
Si la gracia y la fortuna
Se apartan de tu persona,
Tengo un farolillo verde
Por si de noche te pierdes
Y la luna te abandona.


Tengo la rosa de oriente,
El oro del sol naciente
Y lo que quieras pedir.
Tengo el mapa del tesoro,
Tengo el palacio del moro,
Para llevarte a vivir.


De todo lo que besé,
No doy beso por perdido,
Pa que me vuelva a morder
Con la locura de ayer
Tu boca contra el olvido.
Guardo un beso de reserva
Para rodar por la hierba
Cuando te vengas conmigo.


El sur que te prometí
Tiene al sur otra frontera,
Las cuerdas de mi laúd
Siguen buscando la luz
Más al sur de la quimera.
Tengo una playa desierta
Y una calesa en la puerta
Para lucirme a tu vera.

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Y aquí la inigualable interpretación de Juan Quintero

El pasado del porvenir | Ahí lejos todavía | Alicia Genovese

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Eran los días de los diez años camino a la escuela, muy temprano, por una calle de tierra. Guardapolvo blanco con tablas, dos trenzas abultadas que caían por los hombros hacia adelante y una nena que a su madre le pedía que le hiciera las trenzas así, flojas y anchas, no apretadas porque se cortajeaban las puntas. Eso decía y que con el pelo suelto en la escuela no la dejaban estar. Casi no registraba la exigencia; no quería perder ni un solo día de clases como si acercarse a la vastedad que adivinaba más allá de su casa dependiese de estar presente en el aula. Una de las calles que atravesaba se llamaba Sin nombre. No le resultaba raro entonces decir “cruzás Sin nombre”; en el barrio la ubicaban así y se había vuelto normal el contrasentido. En lugar de las direcciones exactas, eran otras las referencias que se usaban: “enfrente de la casa rosa”, “en la esquina que tiene la Santa Rita hasta el techo” o “después de la sodería”.  De manera que para llegar a aquella calle sin nombre tampoco hacía falta un prócer o una batalla; su nombre ere no tenerlo.

Desde ese lugar a medio hacer, sin demasiadas nomenclaturas, la nena que iba camino a la escuela trazaba su propio mapa imaginario del que tampoco conocía las coordenadas ni cómo recorrerlo. Pero con la misma confianza con la que a diario llegaba a clase, le parecería posible llegara cualquier parte. Sin nombre desembocaba en el gran mundo de entonces: la avenida donde estaba ubicada la casona del colegio. La escuela hacía resplandecer los nombres de las cosas, las nuevas y también las conocidas. Nada era insignificante en su interior. Lo ínfimo cobraba existencia o se volvía importante. La escuela le daba, a ella también, un nombre.

El camino a la escuela tenía su ritual. Al salir en invierno pisaba el mando de escarcha todavía sin rastros de haber sido tocado y el crujido del hielo era lo único que se escuchaba en la mañana desierta. El sonido rítmicamente repetido con cada paso que aplastaba la superficie blanca, la alejaba de la casa y le acercaba la primera noción placentera de la soledad.

La nena que yo era hacía a diario esos cruces. En días tibios, como este, en el que me sigo desde otro tiempo, ese silencio se interrumpía; el follaje incipiente, los pájaros, parecían recibir el aire que dejaba de ser hostil y provocaba tonos suaves de respuesta. Algo había cambiado. Ese día la clase iba a ser distinta, festejábamos, almanaque en mano, la primavera.

Nos habían pedido que lleváramos flores. Todos teníamos flores en casa, así que cumplir con el encargo era bastante sencillo. Llevará mi ramito en la mano, ese día de los diez años, aunque no alcance a recordarlo del todo. Lo que sí recuerdo fue que no seguí caminando al ver una arboleda que hasta hacía pocos días había pasado desapercibida. Las ramas secas se habían cubierto por completo, estaban inundadas de flores blancas ligeramente rojizas, innumerables. Ciruelos, algún duraznero; había cantidad de árboles florecidos, aunque entonces ni supiese que eran frutales. Asomaban desde un enorme terreno apenas demarcado con alambre tejido y también se alzaban al costado de la vereda que era más una especie de sendero, pura tierra pelada. Debía ser una antigua plantación previa a los loteos, me digo ahora, pero ahí, aunque sabía dónde estaba, atravesé un bosque desconocido. Sucedió eso que sucede cuando lo ignorado nos viene al encuentro hasta sobrepasarnos. Eso que irrumpe dejándonos expectantes, un minuto antes de que las cosas nuevas sean descubiertas. Una arboleda en flor había cambiado repentinamente el paisaje, poblando el espacio con sus brotes y mostrando el poder de las transformaciones. De golpe, yo había despertado dentro del mundo cotidiano como si lo maravilloso, que imaginaba lejos, hubiera estado a unos pocos metros. No era un mundo otro, sino el mismo mundo que se aproximaba al cuerpo hasta plegarse como un deseo. Su roce y su fuerza, siempre inexplicables.

Los ciruelos florecidos no tenían entonces el imaginario de la literatura japonesa, ni los haikus de Bashõ, ni los dibujos sobre papel de arroz como en las estampas de Hokusai. No eran lo exótico ya leído o ya visto a través de los paisajes orientales. Era una calle de tierra del conurbano bonaerense y los ojos de una nena frente a la conmoción del afuera, frente a algo que era lo mismo de todos los días, pero en esa explosión única de los ciruelos. Pétalos redondeados que se agolpaban en la sequedad de las ramas y que yo miraba desde el asombro. El mundo en medio de sus cambios convertido en inapresable e indetenible y ejerciendo su atracción. Todos aquellos árboles con el color de lo seco que días antes se hubiese dicho irrecuperable, pero que con la humedad de la floración mostraban su propia negativa hacia lo inerte. ¿No era eso acaso lo que yo buscaría después al irme de ese lugar, al dejar y negar ese lugar? Corté una o dos de aquellas ramas amarronadas, con sus brotes blancos, con sus increíbles sombras rojizas, y las llevé el resto del camino hacia la escuela como un hallazgo, como las muestras de un tesoro que solo yo descubría y sabía ubicar. La rama dorada para mí era de ciruelos y me conducía hacia el lugar donde podría ser otra, hacia el cruce después del cual el mundo giraría en otra órbita. Cortar una rama florecida y cruzar el desierto o el Hades, enfrentar a un rey si fuese necesario. Las travesías parecían posibles después de esos momentos. El esfuerzo dentro de la escasez, que los grandes transmitían como el acarreo de la piedra de Sísifo, podía mostrar su otra cara del mismo modo que las ramas grises mostraban su repentina luminosidad. El futuro en el que encontraría cómo partir podía seguir la secuencia de ese día: mirar abiertamente aquello que atrae, cortar una rama, cruzar.

Ese lugar del conurbano por donde caminaba permaneció callado a través de los años, vergonzante casi, en su simpleza. Pero cada vez que vi ciruelos florecidos en cualquiera de los lugares donde después viví llegue al mismo sendero, alcanzado por la misma luz. La primera vez que caminé por una isla del Delta, me detuve entre las medianeras verdes, para verlos florecer otra vez, como antes. Hasta en Boston, donde viví un tiempo, después de la nieve y el invierno prolongado, los volví a ver extrañamente familiares. Por más lejos que una se vaya, algo siempre hace retroceder; una marca indicadora del lugar de donde se viene, del lugar de origen donde se situaron los comienzos. Una vivencia, olvidada por largos tramos, y que aparece a la menor señal del afuera. Desde su pasado se sube al presente y hace saber también, que volverá en el futuro. Lejos de confundir, deja ver todo más claro; cosas que se mantenían dispersas en la memoria se conectan como en un circuito eléctrico. Ni en la Guermantes de Proust, ni en los ensayos de Bergson, ni en la Inglaterra de los cuartetos de Eliot, sino en ese precario conurbano, yendo a la escuela en Llavallol, siendo aquella nena. Ahí estaba lo vivido capaz de hacerme detener entre los ciruelos florecidos del porvenir, ahí donde el deseo es eso que te invade y solo hay que oír, dejarle paso. Entonces tenía conmigo un mundo material, con calles sin nombre, con jardines semisalvajes, con unos pocos libros y palabras rudimentarias. Ese mundo, que desaparecería más tarde, ya se había instalado en el cuartito del fondo de mí. La manera en que aprendí a moverme ahí seguiría estando. Se manifestaba a veces como un identificador automático de lo que tenía que hacer, era una inconsciente lectora de códigos frente al riesgo en alguna situación nueva. Desde mi cuartito del fondo en cualquier momento se podía reactivar ese impulso que llevaba a conseguir lo que haga falta bajo cualquier circunstancia, a prender la hornalla de la mañana casi a oscuras, a salir de casa haga el tiempo que haga, a usar las medias un poco húmedas si no se secaron. Ir por algo porque lo que se tiene es poco, escurridizo, y lo desconocido está afuera con su mejor posibilidad. Ese espacio se transformó en un asentamiento secreto, un lugar habitado a los diez años donde el futuro regresa y regresa. Una orilla remota en la que ya dejé de dar el portazo para poder salir. Sigue estando como las impresiones más primarias permanecen, un olor, una suavidad; previas a las respuestas más elaboradas de aceptación o de rechazo, previas a la conciencia de agrado o desagrado. Son poderosas, persistentes, tal vez porque se han fortalecido en el camino de la negación, que ya dejé.

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Ahí lejos todavía

Alicia Genovese

Zindo & Gafuri, 1 ed. 2019

Música y periodismo | Leila Guerriero

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La sala no es muy grande y está en penumbras. Unas veinte personas permanecen en silencio. No toman notas: miran. No cuchichean: miran. Un dedo de luz galáctica brota de un proyector y se estrella en la pantalla que tiembla como un párpado flojo. Allí, en la pantalla, un hombre joven y otro no tan joven tocan el piano. O mejor: el hombre joven toca una sonata de Beethoven y, cada tanto, el hombre no tan joven lo interrumpe y dice cosas como esta: «El primer sonido es importante: es el que rompe el silencio, y debe quedar muy claro cuándo termina el silencio y cuándo comienzas tú». Entonces el hombre joven vuelve a tocar y la primera nota ya no es una nota sino una sustancia venida de otro mundo que se clava en las encías de las paredes mudas y las hace añicos.

En la sala no muy grande y en penumbras todos continúan en silencio. No toman notas: miran. No cuchichean: miran. En la pantalla, el pianista joven arremete con otro pasaje y el no tan joven interrumpe y dice «Ten cuidado: debes obtener un sonido que no sea sólo color, sino también sustancia». Entonces el pianista joven vuelve a tocar y las notas son pequeños ríos radioactivos que se hinchan bajo sus dedos: mundos con respiración y muerte y luz y oscuridades.

En la sala no muy grande y en penumbras todos continúan en silencio cuando el pianista joven emprende un crescendo y el no tan joven le dice que no, que así no, que debe «tener el coraje de hacer el crescendo como si fueras a saltar y, en el último momento, como en el precipicio, no saltas». Pero, entonces, en la sala en penumbras, un hombre se remueve, incómodo, y murmura algo que es claramente una queja y dice que no entiende:

—No entiendo —dice.

Porque él es periodista y está allí —dice— para hacer un seminario de escritura creativa y periodismo, y no entiende —dice— qué tiene que ver esto con el periodismo, donde esto quiere decir la música: eso que sucede en la pantalla: una clase magistral del músico argentino Daniel Barenboim. Una clase que el hombre no entiende.

—No entiendo cómo algo de todo esto puede servirme para escribir mejor —dice y se levanta, dos grados por encima de la indignación; y empieza a irse, enfurecido por la pérdida de tiempo; y se va, iracundo porque a quién se le ocurrió; y desaparece, embravecido porque esto es periodismo: porque esto es periodismo y entonces ritmo y entonces tono y entonces forma no aportan, a lo que se dice, nada. Porque esto es periodismo y no hay diferencia entre romper el silencio de una página con una sustancia gris o con un tajo inolvidable. Porque esto es periodismo y tampoco hay relación entre el coraje necesario para tocar un crescendo y el que hace falta para guiar a un lector hacia el centro donde, como una angustia lejana, como una enfermedad antigua, late la semilla de una historia. Porque esto es periodismo y, entonces, da lo mismo escribir un texto herido —un río de sustancia radioactiva— o unos cuantos párrafos retráctiles: viscosos. Porque esto es periodismo y no hay por qué tomarse todo ese trabajo si se puede —con menos sudor, con menos riesgo— ser un notario.

No un periodista: un funcionario de la prosa.

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El País, suplemento Babelia, España 30 de agosto de 2008

Frutos Extraños Crónicas reunidas 2001-2008 Ed. Aguilar

Fotografía: https://www.latercera.com/mundo/noticia/leila-guerriero-quien-apago-la-luz/704122/

El olvido que seremos (fragmento) | Héctor Abad Faciolince

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Un niño de la mano de su padre
1
En la casa vivían diez mujeres, un niño y un señor. Las mujeres eran Tata, que había sido la niñera de mi abuela, tenía casi cien años, y estaba medio sorda y medio ciega; dos muchachas del servicio —Emma y Teresa—; mis cinco hermanas —Maryluz, Clara, Eva, Marta, Sol—; mi mamá y una monja. El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá. Fue la primera discusión teológica de mi vida y la tuve con la hermanita Josefa, la monja que nos cuidaba a Sol y a mí, los hermanos menores. Si cierro los ojos puedo oír su voz recia, gruesa, enfrentada a mi voz infantil. Era una mañana luminosa y estábamos en el patio, al sol, mirando los colibríes que venían a hacer el recorrido de las flores. De un momento a otro la hermanita me dijo:
—Su papá se va a ir para el Infierno.
—¿Por qué? —le pregunté yo.
—Porque no va a misa.
—¿Y yo?
—Usted va a irse para el Cielo, porque reza todas las noches conmigo.
Por las noches, mientras ella se cambiaba detrás del biombo de los unicornios, rezábamos padrenuestros y avemarías. Al final, antes de dormirnos, rezábamos el credo: «Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, de todo lo visible y lo invisible…» Ella se quitaba el hábito detrás del biombo para que no le viéramos el pelo; nos había advertido que verle el pelo a una monja era pecado mortal. Yo, que entiendo las cosas bien, pero despacio, había estado imaginándome todo el día en el Cielo sin mi papá (me asomaba desde una ventana del Paraíso y lo veía a él allá abajo, pidiendo auxilio mientras se quemaba en las llamas del Infierno), y esa noche, cuando ella empezó a entonar las oraciones detrás del biombo de los unicornios, le dije:
—No voy a volver a rezar.
—¿Ah, no? —me retó ella.
—No. Yo ya no me quiero ir para el Cielo. A mí no me gusta el Cielo sin mi papá.
Prefiero irme para el Infierno con él.
La hermanita Josefa asomó la cabeza (fue la única vez que la vimos sin velo, es decir, la única vez que cometimos el pecado de verle sus mechas sin encanto) y gritó: «¡Chito!». Después se dio la bendición.
Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar, sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y también sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas.
Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor, sobre la cama, cuando se iba de viaje, y yo les rogaba a las muchachas y a mi mamá que no cambiaran las sábanas ni la funda de la almohada. Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo.
Cuando me daba miedo, por la noche, me pasaba para su cama y siempre me abría un campo a su lado para que yo me acostara. Nunca dijo que no. Mi mamá protestaba, decía que me estaba malcriando, pero mi papá se corría hasta el borde del colchón y me dejaba quedar. Yo sentía por mi papá lo mismo que mis amigos decían que sentían por la mamá.
Yo olía a mi papá, le ponía un brazo encima, me metía el dedo pulgar en la boca, y me dormía profundo hasta que el ruido de los cascos de los caballos y las campanadas del carro de la leche anunciaban el amanecer.
2
Mi papá me dejaba hacer todo lo que yo quisiera. Decir todo es una exageración. No podía hacer porquerías como hurgarme la nariz o comer tierra; no podía pegarle a mi hermana menor ni-con-el-pétalo-de-una-rosa; no podía salir sin avisar que iba a salir, ni cruzar la calle sin mirar a los dos lados; tenía que ser más respetuoso con Emma y Teresa —o con cualquiera de las otras empleadas que tuvimos en aquellos años: Mariela, Rosa, Margarita— que con cualquier visita o pariente; tenía que bañarme todos los días, lavarme las manos antes y los dientes después de comer, y mantener las uñas limpias…
Pero como yo era de una índole mansa, esas cosas elementales las aprendí muy rápido. A lo que me refiero con todo, por ejemplo, es a que yo podía coger sus libros o sus discos, sin restricciones, y tocar todas sus cosas (la brocha de afeitar, los pañuelos, el frasco de agua de colonia, el tocadiscos, la máquina de escribir, el bolígrafo) sin pedir permiso.
Tampoco tenía que pedirle plata. Él me lo había explicado así:
—Todo lo mío es tuyo. Ahí está mi cartera, coge lo que necesites.
Y ahí estaba, siempre, en el bolsillo de atrás de los pantalones. Yo cogía la billetera de mi papá y contaba la plata que tenía. Nunca sabía si coger un peso, dos pesos o cinco pesos. Lo pensaba un momento y resolvía no coger nada. Mi mamá nos había advertido muchas veces:
—¡Niñas!
Mi mamá decía siempre «niñas» porque las niñas eran más y entonces esa regla
gramatical (un hombre entre mil mujeres convierte todo al género masculino) para ella no
contaba.
—¡Niñas! A los profesores aquí les pagan muy mal, no ganan casi nada. No abusen de su papá que él es bobo y les da lo que le pidan, sin poder.
Yo pensaba que toda la plata que había en la billetera la podía coger. A veces, cuando estaba más llena, a principios del mes, cogía un billete de veinte pesos, mientras mi papá hacía la siesta, y me lo llevaba para el cuarto. Jugaba un rato con él, sabiendo que era mío, e iba comprando cosas en la imaginación (una bicicleta, un balón de fútbol, una pista de carritos eléctrica, un microscopio, un telescopio, un caballo) como si me hubiera ganado la lotería. Pero después iba y lo volvía a poner en su sitio. Casi nunca había
muchos billetes, y a finales de mes, a veces, no había ni uno, ya que no éramos ricos, aunque lo pareciera porque teníamos finca, carro, muchachas del servicio y hasta monja de compañía. Cuando nosotros le preguntábamos a mi mamá si éramos ricos o pobres, ella siempre contestaba lo mismo: «Niñas: ni lo uno ni lo otro; somos acomodados».
Muchas veces mi papá me daba plata sin que se la pidiera, y entonces yo no tenía ningún reparo en recibirla.
Según mi mamá, y tenía razón, mi papá era incapaz de entender la economía doméstica.
Ella se había puesto a trabajar en una oficinita por el centro —contra el parecer de su marido— en vista de que la plata del profesor nunca alcanzaba para llegar a fin de mes y no se podía recurrir a ninguna reserva puesto que mi papá nunca tuvo ninguna noción del ahorro. Cuando llegaban las cuentas de servicios, o cuando mi mamá le decía que era necesario pagarle al albañil que había cogido unas goteras en el techo, o al electricista que había arreglado un cortocircuito, mi papá se ponía de mal genio y se encerraba en la biblioteca a leer y a oír música clásica a todo volumen, para calmarse. Él mismo había
contratado al albañil, pero siempre se le olvidaba preguntar, antes, cuánto iban a cobrar por el trabajo, así que al final cobraban lo que les daba la gana. Si mi mamá hacía el contrato, en cambio, pedía dos presupuestos, regateaba, y nunca había sorpresas al final.
Mi papá nunca tenía dinero suficiente porque siempre le daba o le prestaba plata a cualquiera que se la pidiera, parientes, conocidos, extraños, mendigos. Los estudiantes en la universidad se aprovechaban de él. Y también abusaba el mayordomo de la finca, don Dionisio, un yugoeslavo descarado que hacía que mi papá le diera anticipos por la ilusión de unas manzanas, unas peras y unos higos mediterráneos que jamás llegaron a darse en la huerta de la finca. Al fin logró que pelecharan las fresas y las hortalizas, montó un negocio aparte, en una tierra que compró con los anticipos que mi papá le daba, y
progresó bastante. Entonces mi papá contrató de mayordomos a don Feliciano y a doña
Rosa, los papas de Teresa, la muchacha, que se estaban muriendo de hambre en un pueblo
del nordeste, Amalfi. Sólo que don Feliciano tenía casi ochenta años, estaba enfermo de
artritis, y no podía trabajar la huerta, por lo que las verduras y las fresas de don Dionisio
se perdieron y la finca, a los seis meses, estaba hecha un rastrojo. Pero no íbamos a dejar
morir de hambre a doña Rosa y a don Feliciano, porque eso habría sido peor. Había que
esperar a que se murieran de viejos para contratar a otros mayordomos, y así fue. Después
vinieron Edilso y Belén, que allá siguen, treinta años después, con un contrato muy raro
que se inventó mi papá: nosotros ponemos la tierra, pero las vacas y la leche son de ellos.
Yo sabía que los estudiantes le pedían plata prestada porque muchas veces lo acompañaba
a la Universidad y su oficina parecía un sitio de peregrinación. Los estudiantes hacían fila
afuera; algunos, sí, para consultarle asuntos académicos o personales, pero la mayoría
para pedirle plata prestada. Siempre que yo fui, varias veces mi papá sacaba la cartera y
les entregaba a los estudiantes billetes que jamás le devolvían, y por eso alrededor de él
había siempre un enjambre de pedigüeños.
—Pobres muchachos —decía—, ni siquiera tienen para el almuerzo; y con hambre es
imposible estudiar.
3
Antes de entrar al kínder, a mí no me gustaba quedarme todos los días en la casa con Sol
y con la monja. Cuando se me acababan los juegos de niño solitario (fantasías en el suelo,
con castillos y soldados), lo más entretenido que se le ocurría hacer a la hermanita Josefa,
fuera de rezar, era salir al patio de la casa a mirar los colibríes que chupaban las flores, o
dar paseos por el barrio en el cochecito donde sentaba a mi hermana, que se dormía en el
acto, y donde me llevaba a mí, de pie sobre las varillas de atrás, si me cansaba de
caminar, mientras la monja empujaba el coche por las aceras. Como esa rutina diaria me
aburría, entonces yo le pedía a mi papá que me llevara a la oficina.
Él trabajaba en la Facultad de Medicina, al lado del Hospital de San Vicente de Paúl, en
el Departamento de Salud Pública y Medicina Preventiva. Si no podía ir con él, porque
tenía mucho que hacer esa mañana, al menos me llevaba a dar una vuelta a la manzana en
el carro. Me sentaba sobre las rodillas y yo manejaba la dirección, vigilado por él. Era un
paquidermo viejo, grande, ruidoso, azul celeste, marca Plymouth, de caja automática, que
se recalentaba y empezaba a echar humo por delante a la primera loma que encontraba.
Cuando podía, al menos una vez a la semana, mi papá me llevaba a la Universidad. Al
entrar pasábamos al lado del anfiteatro, donde se dictaban las clases de anatomía, y yo le
rogaba que me mostrara los cadáveres. Él siempre me respondía: «No, todavía no.» Todas
las semanas lo mismo:
—Papi, quiero conocer un muerto.
—No, todavía no.
Una vez que él sabía que no había clases, ni muerto, entramos al anfiteatro, que era muy
antiguo, de esos con graderías alrededor para que los estudiantes pudieran ver bien la
disección de los cadáveres. En el centro del salón había una mesa de mármol, donde se
ponía al protagonista de la clase, igual que en el cuadro de Rembrandt. Pero ese día el
anfiteatro estaba vacío de cadáver, de estudiantes y de profesor de anatomía. En ese vacío,
sin embargo, persistía un cierto olor a muerte, como una impalpable presencia fantasmal
que me hizo tener conciencia, en ese mismo momento, de que en el pecho me palpitaba el
corazón.
Mientras mi papá daba clase, yo lo esperaba sentado en su escritorio y me ponía a dibujar,
o al frente de la máquina de escribir, a fingir que escribía como él, con el dedo índice de
las dos manos. Desde lejos, Gilma Eusse, la secretaria, me miraba sonriendo con picardía.
Por qué sonreía, yo no sé. Tenía una foto enmarcada de su matrimonio en la que ella
aparecía vestida de novia casándose con mi papá. Yo le preguntaba una y otra vez por qué
se había casado con mi papá, y ella me explicaba, sonriendo, que se había casado con un
mexicano, Iván Restrepo, por poder, y que mi papá lo había representado a él en la
iglesia. Mientras me contaba ese matrimonio para mí incomprensible (tan incomprensible
como eI de mis propios padres, que también se habían casado por poder, y en las únicas
fotos de su matrimonio se veía a mi mamá casándose con el tío Bernardo) Gilma Eusse
sonreía, sonreía, con la cara más alegre y cordial que uno se pudiera imaginar. Parecía la
mujer más feliz del mundo hasta que un día, sin dejar de sonreír, se pegó un tiro en el
paladar, y nadie supo por qué. Pero en esas mañanas de mi niñez ella me ayudaba a poner
el papel en el rodillo de la máquina de escribir, para que yo escribiera. Yo no sabía
escribir, pero escribía ya, y cuando mi papá volvía de clase le mostraba el resultado.
—Mira lo que escribí.
Eran unas pocas líneas llenas de garabatos:
Jasiewiokkejjmdero
jikemehoqpicñq.zkc
ollq2″sa91okjdoooo
—¡Muy bien! —decía mi papá con una carcajada de satisfacción, y me felicitaba con un
gran beso en la mejilla, al lado de la oreja. Sus besos, grandes y sonoros, nos aturdían y se
quedaban retumbando en el tímpano, como un recuerdo doloroso y feliz, durante mucho
tiempo. A la semana siguiente me ponía de tarea, antes de salir para su clase, una plana de
vocales, primero la A, después la E, y así, y en las semanas sucesivas, más y más
consonantes, las más comunes para empezar, la C, la P, la T, y luego todas, hasta la equis
y la hache, que aunque era muda y poco usada, era también muy importante porque era la
letra con que empezaba el nombre de nosotros dos. Por eso, cuando entré al colegio, yo ya
sabía distinguir todas las letras del abecedario, no con su nombre sino con su sonido, y
cuando la profesora de primero, Lyda Ruth Espinosa, nos enseñó a leer y escribir, yo
aprendí en un segundo, y entendí de inmediato el mecanismo, como por encanto, como si
hubiera nacido sabiendo leer.
Hubo una palabra, sin embargo, que no entraba en mi cabeza, y que tardé años en
aprender a leer correctamente. Siempre que aparecía en algún escrito (y menos mal que
era escasa) me bloqueaba, no me salía la voz. Si me topaba con ella, temblaba, seguro de
no ser capaz de pronunciarla bien: era la palabra «párroco». Yo no sabía dónde ponerle el
acento, y casi siempre, por absurdo, en vez de ponerlo en alguna vocal (que además
siempre resultaba ser una o), ponía todo el énfasis en la erre: parrrrrroco. Y me salía
grave, parróco, o aguda, parrocó, en todo caso nunca esdrújula. Mi hermana Clara vivía
burlándose de mí por este bloqueo, y siempre que podía me la escribía en un papel y me
preguntaba, con una sonrisa radiante: «Gordo, ¿qué dice aquí?» A mí me bastaba verla
para ponerme rojo y no poderla leer.
Exactamente lo mismo me pasó, años después, con el baile. Mis hermanas eran todas
grandes bailarinas, y yo tenía también buen oído, como ellas, al menos para cantar, pero
cuando ellas me invitaban a bailar, yo ponía el acento del baile donde no era, con una
arritmia total, o con el mismo ritmo de las risas de ellas cuando me veían mover los pies.
Y aunque llegó el día en que aprendí a leer párroco sin equivocarme, los pasos del baile,
en cambio, me quedaron vedados para siempre. Tener una madre es difícil; ni les cuento
lo que era tener seis.
Creo que mi papá comprendió pronto que había una manera para impedirme hacer alguna
cosa definitivamente: burlarse de mí. Si yo llegaba a percibir que lo que estaba haciendo
podía parecer ridículo, risible, no volvería a intentarlo jamás. Tal vez por eso celebraba,
en mi escritura, hasta los garabatos sin sentido, y me enseñó muy despacio la manera en
que las letras representaban los sonidos, para que mis errores iniciales no produjeran risa.
Yo aprendí, gracias a su paciencia, todo el abecedario, los números y los signos de
puntuación en su máquina de escribir. Tal vez por eso un teclado —mucho más que un
lápiz o un bolígrafo— es para mí la representación más fidedigna de la escritura. Esa
manera de ir hundiendo sonidos, como en un piano, para convertir las ideas en letras y en
palabras, me pareció desde el principio —y me sigue pareciendo— una de las magias más
extraordinarias del mundo.
Además, con esa pasmosa habilidad lingüística que tienen las mujeres, mis hermanas
nunca me dejaban hablar. Apenas yo abría la boca para intentar decir algo, ellas ya lo
habían dicho, más largo y mucho mejor, con más gracia y más inteligencia. Creo que tuve
que aprender a escribir para poder comunicarme de vez en cuando, y desde muy pequeño
le mandaba cartas a mi papá, que las celebraba como si fueran epístolas de Séneca u obras
maestras de la literatura.
Cuando me doy cuenta de lo limitado que es mi talento para escribir (casi nunca consigo
que las palabras suenen tan nítidas como están las ideas en el pensamiento; lo que hago
me parece un balbuceo pobre y torpe al lado de lo que hubieran podido decir mis
hermanas), recuerdo la confianza que mi papá tenía en mí. Entonces levanto los hombros
y sigo adelante. Si a él le gustaban hasta mis renglones de garabatos, qué importa si lo
que escribo no acaba de satisfacerme a mí. Creo que el único motivo por el que he sido
capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es
porque sé que mi papá hubiera gozado más que nadie al leer todas estas páginas mías que
no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi
todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro
no es otra cosa que la carta a una sombra.
4
Mis amigos y mis compañeros se reían de mí por otra costumbre de mi casa que, sin
embargo, esas burlas no pudieron extirpar. Cuando yo llegaba a la casa, mi papá, para
saludarme, me abrazaba, me besaba, me decía un montón de frases cariñosas y además, al
final, soltaba una carcajada. La primera vez que se rieron de mí por «ese saludo de
mariquita y niño consentido», yo no me esperaba semejante burla. Hasta ese instante yo
estaba seguro de que esa era la forma normal y corriente en que todos los padres
saludaban a sus hijos. Pues no, resulta que en Antioquia no era así. Un saludo entre
machos, padre e hijo, tenía que ser distante, bronco y sin afecto aparente.
Durante un tiempo evité esos saludos tan efusivos si había extraños por ahí, pues me daba
pena y no quería que se burlaran de mí. Lo malo era que, aun si estaba acompañado, ese
saludo a mí me hacía falta, me daba seguridad, así que al cabo de algún tiempo de
fingimiento, resolví dejar que me volviera a saludar igual que siempre, aunque mis
compañeros se rieran y dijeran lo que les diera la gana. Al fin y al cabo ese saludo
cariñoso era una cosa de él, no mía, y yo lo único que hacía era dejarlo hacer. Pero no
todo fue burla entre mis compañeros; recuerdo que una vez, ya casi al final de la
adolescencia, un amigo me confesó: «Hombre, siempre me ha dado envidia de un papá
así. El mío no me ha dado un beso en toda la vida».
—Tú escribes porque fuiste un niño mimado, un «spoiled child»—me dijo una vez
alguien que se decía amigo mío. Lo dijo así, en inglés, para mayor escarnio, y aunque me
dio rabia, creo que tenía razón.
Mi papá siempre pensó, y yo le creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema
educativo. En un cuaderno de apuntes (que yo recogí después de su muerte bajo el título
deManual de tolerancia) escribió lo siguiente: «Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo
feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean buenos
y para que luego su bondad aumente su felicidad». Es posible que nadie, ni los padres,
puedan hacer completamente felices a sus hijos. Lo que sí es cierto y seguro es que los
pueden hacer muy infelices. Él nunca nos golpeó, ni siquiera levemente, a ninguno de
nosotros, y era lo que en Medellín se dice un alcahueta, es decir, un permisivo. Si por
algo lo puedo criticar es por haberme manifestado y demostrado un amor excesivo,
aunque no sé si existe el exceso en el amor. Tal vez sí, pues incluso hay amores
enfermizos, y en mi casa siempre se ha repetido en son de chiste una de las primeras
frases que yo dije en mi vida, todavía con media lengua:
—Papi: ¡no me adores tanto!
Cuando, muchos años más tarde, leí laCarta al padre de Kafka, yo pensé que podría
escribir esa misma carta, pero al revés, con puros antónimos y situaciones opuestas. Yo
no le tenía miedo a mi papá, sino confianza; él no era déspota, sino tolerante conmigo; no
me hacía sentir débil, sino fuerte; no me creía tonto, sino brillante. Sin haber leído un
cuento ni mucho menos un libro mío, como él sabía mi secreto, a todo el mundo le decía
que yo era escritor, aunque me daba rabia de que diera por hecho lo que era solo un
sueño. ¿Cuántas personas podrán decir que tuvieron el padre que quisieran tener si
volvieran a nacer? Yo lo podría decir.
Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los
años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado
que me dio mi papá, yo hubiera sido alguien mucho menos feliz.
Muchas personas se quejan de sus padres. En mi ciudad circula una frase terrible: «Madre
no hay sino una, pero padre es cualquier hijueputa.» Yo podría, quizá, estar de acuerdo
con la primera parte de esa frase, copiada de los tangos, aunque lo cierto es que yo, de
madres, como ya lo expliqué, tuve media docena. Con la segunda parte de la frase, en
cambio, no puedo estar de acuerdo. Al contrario, yo creo que tuve, incluso, demasiado
padre. Era, y en parte sigue siendo, una presencia constante en mi vida. Todavía hoy,
aunque no siempre, le obedezco (él me enseñó también a desobedecer, si era necesario).
Cuando tengo que juzgar algo que hice o algo que voy a hacer, trato de imaginarme la
opinión que tendría mi papá sobre ese asunto. Muchos dilemas morales los he resuelto
simplemente apelando a la memoria de su actitud vital, de su ejemplo, y de sus frases.
Lo anterior no quiere decir que nunca nos regañara. Tenía un trueno en la voz cuando se
ponía bravo, y daba puñetazos en la mesa si regábamos algo o si decíamos alguna
estupidez durante la comida. En general era muy indulgente con nuestras debilidades, si
las consideraba irremediables como una enfermedad. Pero no era para nada
condescendiente cuando pensaba que algo lo podíamos corregir. Como era un higienista,
no soportaba que tuviéramos nada sucio en el cuerpo, y nos obligaba a lavarnos las manos
y a limpiarnos las uñas en un ritual que parecía casi prequirúrgico. Odiaba, por encima de
todo, que no tuviéramos conciencia social ni entendiéramos el país donde vivíamos. Un
día que él estaba enfermo y no iba a poder ir a la Universidad, se estaba lamentando
porque muchos estudiantes pagarían el pasaje del bus e irían hasta el salón de clase para
nada. Yo le dije:
—¿Por qué no los llamas por teléfono y les avisas?
Se puso pálido de la rabia:
—¿En qué parte del mundo crees que estás viviendo, en Europa, en Japón? ¿O te parece
que aquí todo el mundo vive en Laureles? ¿No te das cuenta de que en Medellín hay
barrios donde ni siquiera tienen agua corriente, y van a tener teléfono?
Recuerdo muy bien otra de sus furias, que fue una lección tan dura como inolvidable. Con
un grupo de niños que vivían cerca de la casa (yo debía de tener unos diez o doce años),
me vi envuelto algunas veces, sin saber cómo, en una especie de expedición vandálica, en
una «noche de los cristales» en miniatura. Diagonal a nuestra casa vivía una familia judía:
los Manevich. Y el líder de la cuadra, un muchacho grandote al que ya le empezaba a
salir el bozo, nos dijo que fuéramos al frente de la casa de los judíos a tirar piedras y
gritar insultos. Yo me uní a la banda. Las piedras no eran muy grandes, más bien
pedacitos de cascajo recogidos del borde de la calle, que apenas sonaban en los vidrios,
sin romperlos, y mientras tanto gritábamos una frase que nunca he sabido bien de dónde
salió: «¡Los hebreos comen pan! ¡Los hebreos comen pan!» Supongo que habrá sido una
reivindicación cultural de la arepa. En esas estábamos un día cuando llegó mi papá de la
oficina y alcanzó a ver y a oír lo que estábamos haciendo. Se bajó del carro iracundo, me
cogió del brazo con una violencia desconocida para mí y me llevó hasta la puerta de los
Manevich.
—¡Eso no se hace! ¡Nunca! Ahora vamos a llamar al señor Manevich y le vas a pedir
perdón.
Timbró, abrió una muchacha mayor, lindísima, altiva, y al fin vino el señor César
Manevich, hosco, distante.
—Mi hijo le va a pedir perdón y yo le aseguro que esto nunca se va a repetir aquí —dijo
mi papá.
Me apretó el brazo y yo dije, mirando al suelo: «Perdón, señor Manevich». «¡Más duro!»,
insistió mi papá, y yo repetí más fuerte: «¡Perdón, señor Manevich!». El señor Manevich
hizo un gesto con la cabeza, le dio la mano a mi papá y cerraron la puerta. Esa fue la
única vez que me quedó una marca en el cuerpo, un rasguño en el brazo, por un castigo
de mi papá, y es una señal que me merezco y que todavía me avergüenza, por todo lo que
supe después sobre los judíos gracias a él, y también porque mi acto idiota y brutal no lo
había cometido por decisión mía, ni por pensar nada bueno o malo sobre los judíos, sino
por puro espíritu gregario, y quizá sea por eso que desde que crecí les rehúyo a los
grupos, a los partidos, a las asociaciones y manifestaciones de masas, a todas las gavillas
que puedan llevarme a pensar no como individuo sino como masa y a tomar decisiones,
no por una reflexión y evaluación personal, sino por esa debilidad que proviene de las
ganas de pertenecer a una manada o a una banda.
Al volver de la casa de los Manevich mi papá —como ocurría siempre en los momentos
importantes— se encerró en la biblioteca conmigo. Mirándome a los ojos me dijo que el
mundo todavía estaba lleno de una peste que se llamaba antisemitismo. Me contó lo que
los nazis habían hecho hacía apenas veinticinco años con los judíos, y que todo había
empezado, precisamente, tirándoles piedras a las vitrinas, durante la terribleKristallnacht,
o noche de los cristales rotos. Después me mostró unas láminas espantosas de los campos
de concentración. Me dijo que su mejor amiga y compañera de clase, Klara Glottman, la
primera médica graduada en la Universidad de Antioquia, era judía, y que los hebreos le
habían dado a la humanidad algunos de los mayores genios del último siglo, en ciencias,
en medicina y en literatura. Que si no fuera por ellos habría mucho más sufrimiento y
menos alegría en este mundo. Me recordó que el mismo Jesús era judío, que muchos
antioqueños —y posiblemente hasta nosotros mismos— teníamos sangre judía, porque en
España los habían obligado a convertirse, y que yo tenía el deber de respetarlos a todos,
de tratarlos como a cualquier ser humano, o aun mejor, pues el hebreo era uno de los
pueblos —con los indios, los negros y los gitanos— que habían sufrido las peores
injusticias de la historia en los últimos siglos. Y que si mis amigos insistían en hacer esa
barbaridad, nunca más iba a poder juntarme con ellos en la calle. Pero mis vecinos, que
habían presenciado el episodio desde la acera del frente, con solo ver «la furia del doctor
Abad» tampoco volvieron a tirar nunca piedras ni a gritar insultos en las ventanas de los
Manevich.
5
Cuando entré al kínder, con las reglas estrictas de la escuela, me sentí abandonado y
maltratado. Como si me hubieran metido en una cárcel sin yo haber cometido ningún
delito. Odiaba ir al colegio: las filas, los pupitres, la campana, los horarios, las amenazas
de las hermanas ante una sombra de alegría o un atisbo de libertad. Mi primer colegio. La
Presentación —que era donde había estudiado mi mamá y donde estudiaban todas mis
hermanas— también era de monjas. Era un colegio solo para niñas, pero a los dos años de
kínder, antes de la primaria, dejaban entrar también varones, aunque fuéramos una
especie rara y minoritaria. Es más, yo no recuerdo que entre mis compañeras hubiera
ningún hombre, por lo que ese colegio de monjas, para mí, era como una extensión de la
casa: mujeres, mujeres y más mujeres, con una única excepción, en el bus, donde estaban
el chofer y otro niño. Sólo en el bus me tocaba al lado de otro niño. Los dos íbamos de
camisa blanca y de pantalones cortos, azul oscuro, en una de las bancas de atrás, y
recuerdo que este niño, durante todo el trayecto, desde que se montaba hasta llegar al
colegio, se sacaba por un lado de los pantalones el pipí, y se lo sobaba y rascaba y estiraba
sin cesar. Y lo mismo al regreso, desde el colegio hasta que el bus lo dejaba en su casa.
Yo lo miraba atónito, sin atreverme a decir nada, porque nunca entendí ese gesto, ni lo
entiendo todavía, aunque no se me olvida.
Todas las mañanas yo esperaba el transporte del colegio en la puerta, pero cuando la
trompa del bus asomaba por la esquina, el corazón me temblaba y yo salía despavorido
para adentro.
—¿Para dónde va? —me gritaba furiosa la hermanita Josefa, tratando de agarrarme por la
camisa.
—Ya vengo. Voy a despedirme de mi papá —le contestaba yo desde el primer tramo de
las escaleras.
Subía al cuarto de él, me metía al baño (a esa hora él se estaba afeitando), lo abrazaba por
las piernas y me ponía a besarlo y, supuestamente, a decirle adiós. La ceremonia de los
adioses duraba tanto tiempo, que el chofer del bus se cansaba de pitar y de esperar.
Cuando yo bajaba, el bus se había ido, y yo ya no tenía que presentarme en La
Presentación. Otro día de tregua. La hermanita Josefa se ponía iracunda, decía que ese
niño, si lo seguían malcriando, nunca llegaría a ninguna parte, pero mi papá le contestaba
con una carcajada:
—Tranquila, hermanita, que para todo hay tiempo.
Esta escena se repitió tantas veces que al fin mi papá se encerró en la biblioteca conmigo,
me miró a los ojos y me preguntó, muy serio, si realmente no tenía ganas de ir al colegio
todavía. Yo le dije que no, y de inmediato mi entrada al colegio se postergó por un año.
Fue algo maravilloso, un alivio tan grande que todavía hoy, cuarenta años después, me
siento liviano cuando lo recuerdo. ¿Hizo mal? Les aseguro que al año siguiente no quise
quedarme en la casa ni un solo día, ni nunca falté al colegio en adelante, salvo alguna
enfermedad, ni en todos mis años de primaria, bachillerato o universidad perdí nunca una
materia. «El mejor método de educación es la felicidad», repetía mi papá, quizá con un
exceso de optimismo, pero lo decía porque lo pensaba de verdad.

El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince, 1º Ed. Alfaguara 2018

Supongo | Leila Guerriero | Teoría de la gravedad

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Supongo que creen que siempre tendrán ganas de comprar los primeros jazmines de la primavera. De llenar la casa de flores. De estrenar ropa. Supongo que creen que siempre tendrán deseos de vivir un tiempo en un país extranjero. De tomar un tren. De salir con amigos. De ir a bares, al cine, a la montaña, a pasar diez días junto al mar. Supongo que creen que siempre querrán viajar a Nueva York, conocer las islas Fidji. Ir a Laos y a Myanmar. Mirar caballos sueltos en el campo. Escuchar música, podar las plantas cuando sea la época, hacer regalos. Supongo que creen que siempre querrán cocinar para alguien, vestirse para alguien, tener sexo con alguien, despertar con alguien, decirle a alguien “Me importás mucho”. Dormir abrazados. Supongo que creen que siempre tendrán afecto y que lo querrán. Vida y que la querrán. Días por delante y que los querrán. Supongo que creen que siempre sentirán el tirón del deseo, que siempre responderán con la caballería del entusiasmo. Que nunca se mirarán al espejo y pensarán “lo mejor ya pasó y ni siquiera me di cuenta”. Supongo que creen que nunca estarán cansados. Cítricamente cansados. Como una piedra muerta. Supongo que creen que la vida les va a durar toda la vida. Que la alegría les va a durar toda la vida. Supongo que suponen que nunca estarán unidos a cada una de las horas por el hilo flojo de la desesperación. “Vas a dejar cosas en el camino / hasta que al final vas a dejar el camino. / Vas a estar estancado pero sin cultivar enfermedad. / No te vas a pudrir, ni vas a provocar fermentación. / Lo que renueves, se renovará por sí. Lo que no circules, se renovará por sí. / No vas a promover conflictos: / nadie se pelearía por vos. Vas a carecer de valor”, escribe el poeta argentino Mariano Blatt. Nadie nos advierte, pero el infierno vive en nosotros bajo la forma de la indiferencia. 

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Leila Guerriero, Teoría de la gravedad, Libros del asteroide 1º Ed. 2019

Mis poetas contemporáneos 2

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Hoy quiero compartirles el link del blog Mis poetas contemporáneos 2.

En este blog Gustavo Tisocco comparte el trabajo de poetas que se están escribiendo hoy, ahora,

en Argentina y también en otros países hermanos.

Todos los poemas que difunde cuentan con la autorización de sus autores.

El trabajo amoroso de recibir los textos y publicarlos tan cuidadosamente merece darlo a conocer.

Espero que lo disfruten y les acompañe.

Abrazo,

maga.-

http://mispoetascontemporaneos2.blogspot.com/search/label/Blanca%20Lema

Lawrence Ferlinghetti

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A medida que envejezco

percibo que la vida

tiene la cola en la boca

y otros poetas y otros pintores

ya no encarnan para mí

ningún tipo de competencia

El cielo es el desafío

el cielo

que aún debe ser descifrado

ese alto cielo

ante el que caen agobiados

los astrónomos

con sus grandes orejas electrónicas

ese cielo

que nos susurra constante

los secretos finales del universo

el mismo que respira

hacia adentro hacia afuera

como si fuera el interior de una boca

del cosmos

el mismo cielo

que es el borde de la tierra

y del mar también

el cielo

de voces múltiples y ningún dios

rodeando un océano de sonido

que devuelve ecos

como las olas

que estallan en el murallón

Poemas enteros

diccionarios completos

enrollándose

en la explosión de un trueno

Cada atardecer un cuadro instantáneo

cada nube un libro de sombras

a través de las que vuelan salvajes

las vocales de los pájaros

que llorarán repentinamente

Ese firmamento para el pescador

está despejado

a pesar de las nubes oscuras

Él lo observa

lo estima por lo que es:

el espejo del mar

a punto de precipitarse sobre él

en su bote de madera

al filo del horizonte oscuro

Nosotros lo imaginamos como un poeta

siempre cara a cara con la vieja realidad

donde los pájaros nunca vuelan

antes de la tormenta

No lo dudes

él sabe lo que caerá desde las alturas

antes de que amanezca

él es su propio vigía

en su embarcación

atento al sonido del universo

dando cuenta de las visiones

de la tierra de lo viviente

con su voz poderosa

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Fotografías:

https://www.britannica.com/biography/Lawrence-Ferlinghetti

https://cultura.nexos.com.mx/lawrence-ferlinghetti-un-centenario-de-amor-y-furia/

https://www.infobae.com/america/cultura-america/2019/03/24/100-anos-de-lawrence-ferlinghetti-el-ultimo-gran-poeta-beatnik/

Poema: vía Catalina Tovorovsky

El sonámbulo (Fragmento) | Augusto Roa Bastos

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Los paraguayos continuamos sumidos aún en aquella interminable pesadilla como entre el polvo de una gran catástrofe de recuerdos. Permítame usted, se lo digo sin maledicencia, señor: todos seguimos mirando en el delirio de una fiebre fría en torno a esa inmensa tumba, los ojos pesados de tierra; enfermos de profunda enfermedad en la que los vivos se diferencian muy poco de los muertos: si éstos no saben que han muerto, los vivos no saben que viven. Cada uno es más viejo de lo que es; cada uno; su propio antepasado. No existen contemporáneos ni sucesores. Simplemente, un día el alma no existió más; pero también fuimos abandonados por nuestro cuerpo; abandonados por todo sentimiento posible en el hombre, hasta por la última de las esperanzas permitidas. Así, falazmente, una tranquila desesperación también pesada de tierra entró a empapar nuestra sangre, a vaciar nuestra memoria de todo, salvo de aquella visión más propia de fantasmas que de hombres.

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El sonámbulo | Augusto Roa Bastos

Prólogo de Mario Castells

Caballo Negro, 2020

Dos puntas de flecha (fragmento) | Rebecca Solnit

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«Una vez amé a un hombre que era muy parecido al desierto, y antes de eso amé el desierto. No era por cosas concretas, sino por el espacio entre ellas, por esa abundancia de ausencia, esa es la atracción que ejerce el desierto. La geología que en otros paisajes más exuberantes está debajo de la vegetación queda a la vista en el desierto, lo que le confiere una elegancia como la de un esqueleto, al tiempo que de sus duras condiciones —las enormes distancias hasta el agua, los múltiples peligros, el calor y el frío extremos— le recuerdan a una su mortalidad. Pero el desierto está hecho ante todo de luz, al menos para los ojos y para el corazón, y una enseguida descubre que esas montañas que se alzan a treinta kilómetros de distancia son un color rosa al amaneces, del verde de los arbustos al mediodía, azules al atardecer y cuando están cubiertas de nubes. La luz no deja ver esa dureza huesuda de la tierra, transita por ella como las emociones por un rostro, y por eso el desierto está profundamente vivo: a las montañas parece cambiarles el humor a cada hora, los lugares que al mediodía son anodinos y sobrios se llenan de sombras y de misterio con el atardecer, la oscuridad se convierte en un embalse del que beben los ojos, las nubes anuncian lluvia, lluvia que llega como la pasión y se va como la redención, lluvia acompañada de truenos, de rayos, de aromas, pues es tal la pureza de este lugar que, con la humedad, el agua, el polvo y los distintos arbustos tienen todos un color propio. Lo que da vida al desierto son las fuerzas primarias de la piedra, el clima, el viento, la luz y el tiempo, y en él la biología sólo es una invitada inoportuna que tiene que arreglárselas sola, dorada, eclipsada y amenazada por sus anfitriones. Lo que yo amaba del desierto era la inmensidad, así como una sobriedad que también era voluptuosidad. ¿Y el hombre?

Fui a visitarlo a su casa, en pleno desierto […]. Hablamos desde la última hora de la tarde, cuando aún brilla una intensa luz, hasta bien entrada la noche, la primera noche cálida de la temporada, y sentir la brisa en los brazos y las piernas, que ya no hacía falta proteger del frío nocturno, fue un placer. Hablamos mientras la luna llena ascendía por el cielo, y las palabras llenaban el reducido espacio que nos separaba, como un amortiguador y al mismo tiempo un eslabón entre los dos[…]. Vimos murciélagos descender en picada y cazar presas invisibles en el aire y oímos coyotes que empezaron a aullar, en mayor número, más cerca y con mayor insistencia de lo que yo jamás he presenciado antes o después de ese día, toda una orquesta de alaridos que se prolongó hasta el amanecer. Con otros hombres, una va conociendo a sus familias; con aquel hombre parsimonioso que era como un ermitaño del desierto, parecía que los animales ocupaban ese lugar y siempre estaban en los alrededores de la casa. En la ciudad, estar solo tiene que ver con la ausencia de otras personas, o más bien con la distancia a la que están tras una puerta o una pared, pero en los lugares recónditos la soledad no es una ausencia sino la presencia de otra cosa, una especie de silencio susurrante en el que estar solo parece algo tan natural para tu especie como para cualquier otra y las palabras son como piedras extrañas que puedes levantar o no. He vivido en otros desiertos, pero nunca en uno con tanta vida animal como aquel.»

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Una guía sobre el arte de perderse

Rebecca Solnit

Fiordo, 2020

Poema | Frank O´Hara por Ezequiel Zaidenwerg

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Cuando se te retuerce el brazo izquierdo

para mí es como el sol sobre el azúcar

y busco con la lengua

ese mar que es tu piel, esa calma

aceitosa de luz verde

en el fondo

igual que al despedirnos

hay algo que aletea entre nosotros

yo cargo una bandera y vos oteás

desde mi corazón con aire ausente

para no ver la luz que nos asusta

en el mar que no quiero que vos sepas

que sos dentro de mí

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Fotografía: https://es.wikipedia.org/wiki/Frank_O%27Hara#/media/Archivo:Frank_O’Hara_(photo_portrait).jpg

https://newrepublic.com/article/114023/poetry-frank-ohara

Agustín Foxá | Cui-Ping-Sing

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…Hoang:

Escucha…
¿En qué otro mundo de cerezas raras
oí tu voz? ¿En qué planeta lento
de bronces y de nieve, vi tus ojos
hace un millón de siglos? ¿Dónde estabas?
Fuiste agua hace mil años.
Yo era raíz de rosa, y me regabas…
Fuiste campana de Pagoda, yo era
nervio del ojo que miró a tu bronce.
Nos hemos perseguido
alma con alma, atravesando cuerpos
peregrinos de venas y latidos,
por pieles de animales, por estambres,
escamas, esqueletos cortezas;
por mil cuerpos y sangres diferentes,
alma con alma, cincelando torres
de espíritu con lágrima y sonrisa…

…Hoang:

Tú fuiste, Cui-Ping-Sing, todo lo claro,
el cisne o la ceniza.
Yo fui todo lo oscuro,
la raíz, la tortuga.
Tus pechos
son dos nidos calientes,
tejidos en la rama de un almendro…

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Fotografías:

elcultural. com/agustin-de-foxa-cafe-copa-y-puro

captura de  https://www.youtube.com/watch?v=PcQZO_YUYnA

Descubrí este maravilloso poema gracias a Elena Annibali ♥

Campamento indio | Ernest Hemingway

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Habían preparado otro bote en la orilla del lago y dos indios estaban de pie, esperando.
       Nick y su padre se colocaron en la popa y los indios pusieron la embarcación en marcha. Uno de ellos remaba. Tío Jorge se sentó en la popa del bote del campamento. El indio joven lo alejó un poco de la orilla y después montó para remar.
       Las dos embarcaciones empezaron a navegar en la oscuridad. Nick oyó el ruido de los remos del otro bote, más adelante, ya que la niebla le impedía verlo. Los nativos remaban con golpes rápidos y violentos. Nick estaba recostado, y su padre lo rodeaba con el brazo. Hacía frío en el lago. El indio remaba con todas sus fuerzas, pero el otro bote siempre le llevaba ventaja.
       — ¿Adónde vamos, papá? —preguntó Nick.
       —Al campamento indio. Hay una señora muy enferma.
       — ¡Ah! —dijo Nick.
       El bote de Tío Jorge llegó antes a la otra orilla. Cuando ellos desembarcaron, ya estaba fumando un cigarro. La oscuridad era completa. El indio joven empujó el bote hacia la playa y Tío Jorge les dio cigarros a los dos remeros.
       Después atravesaron un prado empapado de rocío. El joven indio iba delante con el farol. Pasaron por el monte y siguieron un sendero hasta el camino. Allí había más luz, pues el monte estaba cortado a ambos lados. El guía se detuvo y apagó el farol de un soplo. Finalmente, avanzaron todos por el ancho camino.
       Doblaron una curva y apareció un perro ladrando. Más allá se veían las luces de las chozas de los leñadores indios. Unos cuantos perros más salieron al encuentro de los recién llegados. Los dos indios los hicieron regresar a las chozas. En la que estaba más cerca del camino, había luz en la ventana, y en la puerta esperaba una anciana con el farol encendido.
       Dentro, una india joven estaba tendida en una litera de madera. Durante dos días había tratado de dar a luz. Todas las ancianas del campamento la habían ayudado. Los hombres por su parte, iban a fumar al camino, lejos de allí, por no oír los lamentos de la mujer. Cuando Nick y los dos indios entraron detrás de su padre y Tío Jorge, estaba gritando. Estaba acostada en la estera inferior. Parecía enorme bajo la colcha. La litera superior la ocupaba su marido, que tres días antes se había cortado un pie con el hacha. Fumaba en pipa. La habitación olía que apestaba.
       El padre de Nick ordenó que pusieran un poco de agua al fuego, y mientras se calentaba habló con el muchacho:
       —Esta señora va a tener un hijo, Nick.
       —Ya lo sé.
       —No, no lo sabes —prosiguió su padre—. Escúchame. Está sufriendo los llamados dolores del parto. La criatura quiere nacer y ella quiere que nazca. Todos sus músculos están tratando de que salga la criatura. Eso es lo que ocurre cuando grita.
       —Comprendo —asintió Nick.
       En ese instante, la mujer lanzó un grito.
       — ¡Oh! ¿Y no puedes darle algo para calmarla, papá?
       —No. No tengo ningún anestésico. Pero sus gritos no tienen importancia. No los oigo, porque no tienen importancia.
       En la litera superior, el marido se volvió hacia la pared.
       La mujer que vigilaba el agua indicó al médico que ya estaba caliente. El padre de Nick fue a la cocina y echó la mitad del líquido de la enorme olla en una palangana. Después sumergió en el agua que quedaba en la olla varias cosas que llevaba envueltas en un pañuelo.
       —Esto tiene que hervir —dijo mientras empezaba a lavarse las manos en la palangana con el trozo de jabón que había traído del campamento.
       Nick observó atentamente el cuidado con que su padre se frotaba las manos. En aquel momento volvió a dirigirle la palabra:
       —Como verás, Nick, primero tiene que salir la cabeza de la criatura, aunque a veces no ocurre así. Entonces se producen muchos inconvenientes para todos. Quizá tengamos que operar a esta mujer. Dentro de un ratito lo sabremos.
       Una vez terminado el minucioso lavado, se dispuso a trabajar.
       — ¿Quieres retirar esa colcha, Jorge? Prefiero no tocarla, ahora que tengo las manos limpias.
       Luego, cuando empezó a operar, Tío Jorge y tres indios sujetaron a la mujer, que en una ocasión mordió a Tío Jorge en el brazo, haciéndole exclamar:
       — ¡Perra india de porquería!
       Y el indio que había remado en su bote lanzó una carcajada. Nick sostenía la palangana al lado de su padre, que tardaba mucho. Finalmente, sacó la criatura, le dio una palmada para hacerla respirar y la entregó a la anciana.
       —Mira, es un niño, Nick. ¿Qué opinas como practicante?
       —Que está muy bien —dijo Nick, mirando hacia otro lado para no ver lo que hacía su padre.
       —Así. Eso es —dijo éste poniendo algo en la palangana.
       Nick apartó la mirada de nuevo.
       —Ahora hacen falta varias puntadas. Haz lo que te parezca, Nick. Si quieres mirar, mira, y si no, no. Voy a coser la incisión anterior.
       Nick no contempló la operación. Había perdido toda curiosidad…
       Su padre terminó, incorporándose. Tío Jorge y los tres indios también se pusieron de pie. Nick llevó la palangana a la cocina.
       Tío Jorge se miró el brazo, y el indio joven sonrió al recordar la escena del mordisco.
       —Te pondré un poco de peróxido, Jorge —le dijo el médico.
       Luego se inclinó sobre la mujer, que estaba muy pálida y quieta y con los ojos cerrados. Había perdido el sentido.
       —Volveré por la mañana —explicó el doctor, poniéndose de pie—. La enfermera de San Ignacio llegará aquí a mediodía con todo lo que necesitamos.
       Estaba muy alegre y locuaz, igual que los jugadores de fútbol en los vestuarios después del partido.
       —Esto es como para publicarlo en el boletín médico, Jorge —manifestó—. ¡Imagínate! ¡Hacer una operación cesárea con una navaja y coser después la herida con hilo de tripa! ¡Casi nada!
       Tío Jorge estaba apoyado contra la pared. Seguía mirándose el brazo.
       — ¡Oh! No hay duda de que eres un gran hombre —afirmó.
       —Ahora hay que echarle un vistazo al orgulloso padre. Generalmente, son los que más sufren en estas pequeñas tragedias. Aunque hay que reconocer que se portó bastante bien.
       Pero al retirar la colcha que cubría la cabeza del indio, sacó la mano mojada. Entonces se subió al borde de la litera inferior y miró la otra con la ayuda del farol. El nativo yacía con la cara hacia la pared. Un tajo, de oreja a oreja, le atravesaba el cuello. La sangre formaba un charco en la parte del lecho hundida por el peso del cuerpo. La cabeza descansaba sobre el brazo izquierdo, y la navaja abierta estaba encima de las mantas.
       —Haz salir a Nick, Jorge —dijo el doctor.
       Pero no hubo necesidad de hacerlo, pues Nick, desde la puerta de la cocina, había visto la litera cuando su padre, farol en mano, echó hacia atrás la cabeza del indio.
       Empezaba a clarear cuando regresaron al lago por el camino de los leñadores.
       —Estoy arrepentidísimo de haberte traído, Nickie —dijo su padre. Ya había desaparecido la alegría que había sucedido a la operación—. Ha sido algo espantoso y poco conveniente para ti.
       — ¿Siempre sufren tanto las mujeres cuando dan a luz? —preguntó Nick.
       —No, esto ha sido algo excepcional, muy excepcional.
       — ¿Y por qué se suicidó él, papá?
       —No sé, Nick. No habrá podido aguantar lo que ocurrió, supongo.
       — ¿Se suicidan muchos hombres en casos como éste?
       —No muchos, Nick.
       — ¿Y muchas mujeres?
       —Casi ninguna.
       — ¿Ninguna?
       — Bueno, sí. Algunas.
       —Papá…
       — Sí.
       — ¿Adónde fue Tío Jorge?
       —Volverá en seguida.
       — ¿Se sufre al morir, papá?
       —No, creo que no mucho, Nick. Todo depende.
       Iban sentados en el bote; Nick en la proa, y su padre en el centro, remando. El sol ya se asomaba por las colinas. Saltó una lubina y formó un círculo en el agua. Nick dibujaba una estela con su mano en el agua. Parecía templada en el frío matinal.
       En el lago, sentado en la proa de aquel bote, en aquella hora temprana, mientras su padre remaba, Nick tuvo la seguridad de que nunca moriría.

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Ernest Hemingway. Cuentos. Lumen 2007

Fotografías: https://www.diariovivo.com/los-libros-de-hemingway-contienen-errores-que-obligan-a-hacer-una-re-edicion/

No te suelto | Leila Guerriero

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“¿Ya está, ya pasó?”, preguntó mi madre. “Sí, mi amor, ya está, ya pasó”, dijo mi padre, y sonrió y le dio un beso en la frente. Mi madre, todavía atontada por la anestesia de una operación que no había servido para nada, no sonrió pero dijo, con alivio, “Gracias a Dios”. Yo estaba allí. Yo vi esa bestialidad. Yo sabía que a Dios no había que agradecerle nada porque la enfermedad iba a enterrar a mi madre a puñetazos en un cuarto de hospital del que no volvería a salir nunca, y me pregunté entonces, y me pregunto ahora, qué clase de hombre hay que ser el hombre que fue mi padre aquella tarde: un hombre que, mirando la soledad de miedo que empezaba a abrirse bajo sus pies, parado al borde de la última ceja del abismo, se trabaja su horror y decía: “Aquí estoy: yo no te suelto”. ¿A qué dioses se habrá encomendado para no aullar, para no moler a golpes el cuarto, el hospital, el mundo, mientras el cuerpo de mi madre marchaba seguro hacia la muerte? Supe que Amparo Fernández, la mujer del Cigala, el cantante flamenco, murió de cáncer una madrugada de agosto pasado en República Dominicana y que la noche siguiente él, el Cigala, subió al escenario de la ciudad de los Ángeles para hacer una presentación que tenía programada y, con los ojos revueltos de dolor y sangre, con el traje de luto planchado por su propio hijo, enredado en los primeros crespones de la muerte, cantó. Cantó como quien dice “Aquí estoy: yo no te suelto”. ¿Qué hay que ser para ser un hombre así? Porque yo quiero ser ese hombre. Yo quiero, todo para mí, ese coraje.

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Teoría de la gravedad. Libros del asteroide, 2019

Fotografía: http://continuidaddeloslibros.com/el-ojo-es-un-musculo-que-se-adiestra-leyendo/

Barrido | Mí

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todos duermen

te escabullís de la cama,

de la casa

                 y un poco de vos

 

con una manta salís al patio

                            vas al fondo

                            sobre el pasto

te recostás entre el naranjo

                           y las azucenas

 

los grillos frotan sus alas contra tus bordes

una babosa se te acerca a la velocidad

imperceptible

con que se desplaza la Tierra

                           y la tierra

                           quisiera devorarte

                           tierna

como a un bulbo

                           pero

lo fértil te rechaza:

 

buscás el fulgor

calcáreo

de los mares australes

un destello

 

creés que eso es un milagro y

                           sólo querés

                           mirar el cielo en modo bulbo

 

sos un tajo con tanto tiempo de exposición que

                           necesitás todas las estrellas

                           para cauterizar tu noche

                           igual

 

no vuelvas a la cama

mirá la babosa

 

                           vas a lograrlo

 

 

Barrido • Mí • 28XII2020

 

Este poema nació por Gustavo Tisocco. Hoy escuché la música nocturna de grillos que nos compartió desde Mocoretá, Corrientes, y así la escribí para mí. Gracias por la epifanía, Gus. Y por tanta poesía que acompaña.

Homenaje a Morente | Leonard Cohen

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Cuando escucho a Morente
sé qué hacer
Cuando escucho a Morente
no sé qué hacer
Cuando escucho a Morente
la vida se me vuelve poco profunda
para nadar
Me zambullo pero no me hundo
Me estiro pero no salgo a flote
Cuando escucho a Morente
sé que traicioné
la solemne promesa
la solemne promesa que justificaba
todas mis traiciones
Cuando escucho a Morente
se me acaba la coartada de la garganta
se me termina la coartada del talento
Con seis cuerdas de impecable desdén
mi guitarra me da la espalda
y yo quiero devolver todo
pero nadie quiere nada
Cuando escucho a Morente
me entrego a mi imaginación enfermiza
que ya hace mucho que se entregó
a la Gran Voz de las Tabernas
y a las Familias y a los Montes
Cuando escucho a Morente
siento humildad jamás humillación
Ahora salgo con él
de la oscuridad de lo que no pude ser
y entro a la oscuridad de la canción que no pude cantar
La canción que tiene hambre de terremoto
La canción que tiene hambre religiosa
Y lo escucho emprender la gran subida
Escucho el Aleluya de Morente
Su Aleluya asesino atronador sereno
Lo escucho estar a la altura imposible
Y clavarles a las ambigüedades comunes y corrientes
los cuernos afilados
de sus propias ambigüedades impensables
Su grito la palabra perfecta arrojada
contra la perplejidad de las contradicciones del corazón
primero las combate y después las hace suyas
las estrangula con celosa desesperación conyugal
después la cuelga ahí debajo de su voz
por encima de todos los techos resquebrajados
la desilusión del cielo
su voz que se escapó del barro de la esperanza
y la sangre de la garganta
y el estricto entrenamiento del cante
después la cuelga ahí
el Reino de Morente
al que no entra en calidad de Morente
sino de la gran Voz impersonal ungida
de las Tabernas y las Familias y los Montes
Y nos lleva con él
tomándonos del dedo ensangrentado de la garganta de la solapa sucia
Se lleva lo que queda de nosotros
a su Reino el Reino de la Pobreza que él mismo fundó
el único lugar donde queremos estar
o haber estado
donde podemos respirar el aire de la infancia
el aire en gestación
donde al fin no somos nadie
donde no podemos ir sin él
Larga vida a Enrique Morente
Larga vida a la familia Morente
a las bailaoras y cantantes
a los discípulos de las Tabernas y las Familias y los Montes

Poema tomado del Blog de Ezequiel Zaidenwerg: exquisito traductor de este poema ♥

Blog: https://www.zaidenwerg.com/homenaje-a-morente-leonard-cohen/

Escuché este poema maravillosamente leído por María Cecilia Sánchez en Orden de traslado: https://open.spotify.com/episode/43nBqmkpz4PWd4K4upxNCj

Fotografía: https://elpais.com/cultura/2017/11/06/actualidad/1509994662_250014.html

Los sinsabores del verdadero policía | Roberto Bolaño

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20

Padilla, recordaba Amalfitano, de entre todas las costumbres defendía la costumbre de fumar. Lo único que alguna vez hermanó a los catalanes con los castellanos, a los asturianos con los andaluces, a los vascos con los valencianos era el arte, la atroz circunstancia de fumar en compañía. Según Padilla no existía en la lengua española frase más hermosa que aquella que se empleaba para pedir fuego. Frase hermosa y frase serena, como para decírsela a Prometeo, llena de vapor y de humilde complicidad. Cuando un habitante de la península decía “me das fuego”, un chorro de lava o de saliva se ponía otra vez a fluir el milagro de la comunicación y de la soledad. Porque para Padilla el acto compartido de fumar era básicamente una escenificación de la soledad: los más duros, los más sociables, los olvidadizos y lo memoriosos se sumergían por un instante, lo que tardaba el tabaco en quemarse, en un tiempo detenido y que a la vez congregaba todos los tiempos posibles de España, toda la crueldad y todos los sueños rotos, y sin sorpresa se reconocían en esa “noche del alma” y se abrazaban. Las volutas de humo eran el abrazo. En el reino de los Celtas y de los Bisontes, en el de los Ducados y los Rex vivían de verdad sus compatriotas. El resto: confusión, gritos de vez en cuando tortillas de patatas. Y sobre las renovadas advertencias de las Autoridades Sanitarias: caca. Aunque cada día, según se contaba, la gente fumara menos, aunque cada día más fumadores se pasaran al rubio o al extra light: él mismo ya no fumaba Ducados como en su adolescencia sino Camel sin filtro. No era extraño, decía que a los condenados a muerte les ofrecieran un cigarro antes de la ejecución. Piedad popular, un cigarrillo era más importante que las palabras y el perdón del cura. Aunque a los ejecutados en la silla eléctrica o en la cámara de gas no les ofrecieran nada: la costumbre era latina, hispana. Y sobre esto podían extenderse en una infinidad de anécdotas. La que Amalfitano recordaba más vivamente, la que le parecía más significativa y en cierto aspecto premonitoria, pues trataba de México y de un mexicano y él finalmente había recalado en México, era la de un coronel de la Revolución que por mala estrella terminó sus días delante de un pelotón de fusilamiento. El coronel pidió como último deseo un cigarro. El capitán del pelotón de fusilamiento, que debía ser un buen hombre, se lo concedió. El coronel sacó uno de sus puros y procedió a fumárselo sin entablar conversación con nadie, mirando el exiguo paisaje. Al acabar, la ceniza aún estaba sujeta al cigarro. La mano no le había temblado, el fusilamiento podía ejecutarse. Ése debe ser uno de los santos de los fumadores, dijo Padilla. ¿Y la anécdota de qué hablaba, del pulso de hierro del coronel o del efecto balsámico, de la comunión del humo? A ciencia cierta, recordó Amalfitano, Padilla no lo sabía ni le importaba.

Los sinsabores del verdadero policía, Roberto Bolaño, Alfaguara, 1 ed. 2020

foto: Archivo revista Paula

Cartas de amor | de Antoine De Saint-Exupéry a Consuelo Suncín De Saint-Exupéry

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Mayo de 1944

No se dan las gracias a un jardín. Yo siempre he dividido a la humanidad en dos partes. Hay seres-jardín y seres-patio. Estos pasean su patio consigo, lo sofocan a uno entre sus cuatro muros, y uno se ve obligado a hablar con ellos para hacer ruido. Es penoso, el silencio, en un patio. Pero por los jardines uno se pasea. Uno puede callarse y respirar. Se está a gusto. Y las sorpresas agradables aparecen solas. No hay nada que buscar. Una mariposa, un escarabajo, una luciérnaga se nos muestran. No sabemos nada sobre la civilización de la luciérnaga. Uno sueña. El escarabajo parece saber a dónde va. Tiene mucha prisa. Es asombroso, y seguimos soñando. Luego la mariposa. Cuando se posa sobre una flor espléndida, uno se dice: para ella es como si se posara en una terraza de Babilonia, un jardín colgante que se balancea… Luego uno se calla al ver tres o cuatro estrellas. Pero no le doy las gracias por todo esto. Usted es como es. Simplemente tengo ganas de pasearme todavía en su jardín. También pensé otra cosa. Hay gente-carretera nacional y hay gente-senderos. La gente-carretera nacional me aburre. Me aburre el granito de los mojones. Van hacia algo preciso, una ganancia, una ambición. A lo largo de los senderos, por el contrario, hay avellanos, y se puede pasear entre ellos para mordisquear sus frutos. A cada paso, uno está allí para estar allí, no en otro lugar. Pero no hay absolutamente nada que aprender de los mojones.

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Esta carta la leí en el maravilloso espacio de la Biblioteca Virtual ♥♥♥

La fotografía es de https://www.historiahoy.com.ar/antoine-y-consuelo-saint-exupery-n152

Cartas de amor | de Richard Burton a Lyz Taylor

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Celigny, Suiza, 2 de Agosto de 1984

Querida Liz, tu grosero, grueso, gran Dick quiere saber cómo estás, odio mío, mi cara y mi cruz, sombra y luz, mi paloma y mi cuervo, por aquí nada nuevo: el lago opaco, la tapia de lluvia, la ventana ciega, sólo centellea la ágata del recuerdo de tus ojos violeta. Repta el domingo por la tarde, bebo, las campanas del pueblo doblan a muerto y las hojas del patio corren como ratas de mi delirio. Déjame escribirte que estoy triste como un perro viejo y que mi soledad es una casa enorme, vacía, inútil como ésta. La gata amarilla maúlla, ojalá fuera a tu sombra, a tu silueta de diosa antigua, ama de la primavera y de la lluvia.
Sí, puedes enfadarte, te estoy llamando prehistórica, también la gata te añora, araña el molde de tu ausencia, parece que le has dejado tus ojos puestos para que no pueda olvidarte.
Como al viento estos olmos se agarran a sus hojas también yo me agarro a la esperanza de verte. Si pudieras contestarme que no es demasiado tarde para el marinero borracho que desea volver a su muelle, si sólo pudieras oír mis gemidos buscando el rojo de tu boca…
Aprieto el corazón contra la ventana y mi pulso y el reloj de la lluvia repiten tu nombre y el mío, Liz, Dick, Liz, Dick, Liz. Eres como la lluvia y su memoria, clara y oscura, el arma y la herida, falsa y hermosa, ardiente y fría.
Te veo a través de mis lágrimas suicidas que tanto te aman, y erguido contra mi destino me da por pensar que te has quedado, que el tiempo no ha pasado, que esto no es la carta de un borracho sino un poema desbaratado, que Berna es Roma, tú Cleopatra y yo Antonio, siempre vuelve aquel tiempo que habitamos como huéspedes del éxito: jets, yates, Monet, diamantes de sesenta y nueve quilates, Cartier, nuestra cama a la deriva por los remolinos del Tíber, las caricias de los celos y los mordiscos del deseo, los seducciones del engaño y el beso de la culpa, cuando nuestro amor era una playa desierta, idílica, hipnótica, pero donde siempre se gestaba la tormenta de alguna pelea.
Y otras veces, Liz, me da por pensar que estás aquí, y me parece que pronto en la almohada lloverá la nube de tu pelo, que ya mismo la seda de tu piel revestirá las sábanas de satén, que como la memoria en olvido deshojarás la rosa de tu placer. Eres como una rosa y la mirada que la ve, abierta y cerrada, la mejor actriz, Liz, la marea y mi resaca, el camino y esta casa, como esta ventana donde fluyen la lluvia y ahora la luna.
Otras veces como ahora no puedo verte por la ventana, y con la lluvia, se desangra la soledad de los cristales, pero miro con esperanza el correo, el teléfono enroscado, olvido el rugido de aquel monstruoso Mercedes en la noche y el maullido de la gata abandonada, y entonces no creo como ahora que me suicide mañana cuando llegue el alba, cuando mi sed sea una niña perdida en un burdel y me posean todos los demonios de mis personajes desesperados, cuando mi borrachera sea una vieja que desfallece en el andén y me alcance tu recuerdo antes de volver a la memoria, no hay vida sin ti, Liz, eres el hueso y la vena, turbia y clara, el muro y la hiedra, la hierba que besará mi lápida: la vida y la nada.
Cariño, te sueño, hasta la entraña te extraño, el viento sopla en el vacío de tu ausencia, estas tardes de domingo tienen el ceño de un asesino calvo.
Ya no volverá el instante de tiniebla donde galopabas sobre la ola de mi orgasmo, de mi órgano, tu Dick, conmigo en ti te sueño.
Blanca de silencio, negra de insultos cuelga mi garganta de la luna de la culpa.
Sácame el corazón y latirá mi amor, maldita, ni me dijiste adiós, córtame la lengua y apágame los ojos pero podré hablarte y verte, derrámame el cerebro y pensaré en ti, Liz.
Ya termino, como te digo, por aquí no hay nada nuevo, el lago opaco, los ladridos del viento, los maullidos.
Es domingo por la tarde, no, ya es de noche, y bebo, repito, a veces olvido que te he perdido, y esas campanas quizá doblan por mí, Liz, no por mi éxito, o quizá sí, éxito en el sentido de salida, fin, sigue lloviendo sobre esta casa nueva, ruinosa, que parece que no tiene techo, solo el suelo de tu ausencia, llueve sobre mí y sobre estas palabras borrosas, que te nombran, Liz, Liz, Liz,
Tu Dick.

La fotografía la tome de https://www.xlsemanal.com/estilo/gente/20171027/la-pasion-salvaje-liz-taylor-richard-burton-querida-liz-me-dejas-tendre-matarme.html

Esta carta la leí en el maravilloso espacio de la Biblioteca Virtual ♥♥♥

Adrienne Rich | Anne Sexton 1928-1974 (1974)

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Adrienne Rich, New York City, 1973

Solamente una o dos veces encontré a Anne Sexton. Yo daba clases en el City Collage de Nueva York cuando ella murió, y la pequeña comunidad de mujeres, decidió celebrar una ceremonia en memoria de ella. Recordando el efecto que el suicidio de Sylvia Plath tuvo en tantas mujeres jóvenes (una obsesión imaginativa de sacrificio y muerte, injusta para la Plath misma y su lucha por sobrevivir), quise hablar sobre el problema de la identificación que surge siempre frente a un suicidio. Este artículo es el intento de hacer eso.

•  •  •

Anne Sexton fue una poeta y una suicida. Ella no era en un sentido consciente o por definición propia una feminista, pero se adelantó en algunas cosas al renacimiento del movimiento feminista. Escribió poemas aludiendo al aborto, a la masturbación, a la menopausia y al doloroso amor que una mujer carente de poder sentía por sus hijas, mucho antes de que estos temas fueran convalidados por la conciencia colectiva de las mujeres, y los escribió y publicó bajo la supervisión de las instituciones literarias machistas. En 1966, colaboré para organizar una lectura de poemas en Harvard contra la guerra en Vietnam, y le pedí que participara. Acudieron algunos famoso poetas y novelistas machos que leyeron poesía del ego. Anne leyó −en una voz suave y vulnerable− “Little Girl”, “My Striingbean”, “My Lovely Woman” [Pequeñita, Mi habichuela, Mi mujer encantadora] −introduciendo con este último la imagen de la afirmación de una madre a su hija, en contraposición a las imágenes de muerte y violencia lanzadas aquella noche por hombres que jamás habían visto un pueblo bombardeado. Este poema está fechado en 1964, y es un poema feminista. A menudo su pensamiento era patriarcal, pero, en su sangre y en sus huesos. Anne Sexton sabía su condición de mujer.

Muchas mujeres escritoras al saber de su muerte, hemos tratado de reconciliar nuestros sentimientos respecto de ella, su poesía, su suicidio a los cuarenta y cinco años, con las vidas que tratamos de vivir. Hemos tenido demasiadas mujeres poetas suicidas, demasiadas mujeres suicidas, demasiadas autodestrucciones como la única forma de violencia que se les permite a las mujeres.

Quisiera enumerar, en memoria y honor a Anne, algunos de los modos con los cuales nos autodestruimos. Uno de ellos es la forma en que nos menospreciamos cuando creemos la mentira de que somos incapaces de crear obras importantes. No damos la importancia debida a nuestro trabajo o a nosotras mismas, siempre nos parecen más importantes las necesidades de los demás que las propias. Nos conformamos con producir trabajos artísticos o intelectuales en los cuales imitamos a los hombres, mintiéndonos a nosotras mismas y a los demás, en estos trabajos no nos esforzamos por llegar al techo de todas nuestras posibilidades, no conseguimos prestar a nuestro trabajo la misma atención y el mismo esfuerzo que pondríamos al cuidado de un hije o un amante.

Hostilidad horizontal −desprecio por las mujeres− es otro modo más de autodestrucción: el miedo y la desconfianza hacia otras mujeres, porque las otras mujeres son como nosotras. La convicción de que “las mujeres en verdad nunca harán nada”, que la supervivencia y la autodeterminación de las mujeres son secundarias a la revolución “real” que hacen los hombres, que “nuestras peores enemigas son las mujeres”. Nos convertimos en nuestras peores enemigas cuando permitimos que el espíritu de odio y desdén que nos han inculcado se vuelva en proyecciones superficiales sobre cada una de nosotras. Otra clase de destrucción es la compasión fuera de lugar. Una mujer a quien conozco fue recientemente violada; su primera reacción −muy típica− fue sentir pena por su violador que la había amenazado con una navaja. Cuando empecemos a tener compasión por nosotras mismas en vez de por nuestros violadores, empezaremos a volvernos inmunes al suicidio. Un cuarto camino son las adicciones. Adicción al “Amor” (en la carrera de una mujer el amor se traduce en la idea de abnegación), amor a través del sacrificio como forma redentora; adicción al sexo como la afición de un drogado, lo que es una manera de obnubilarse o de inmolarse. Adicción a los estados depresivos −la forma más corriente de sobrellevar la existencia femenina. Como las depresivas no pueden considerarse responsables, los doctores nos prescribían píldoras, y el alcohol nos ofrecerá su cobija de oscuridad. Adicción a la aprobación masculina; mientras puedas encontrar a un hombre que te apruebe, sexual o intelectualmente, de alguna manera tienes que estar bien, tu existencia está justificada, cualquiera que sea el precio que pagues.

Trivialización del propio valor, desprecio por las mujeres, compasión fuera de lugar, adicción: si nos pudiéramos purificar de este cuádruple veneno, tendríamos cuerpos y mentes más aptos para sobrevivir y reconstruir.

Pienso en Anne Sexton como en una hermana cuyos trabajos nos dicen contra qué tenemos que luchar dentro de nosotras mismas y frente a las imágenes que nos ha impuesto el patriarcado. Su poesía es una guía hacia las ruinas, de ella aprendemos lo que las mujeres hemos vivido y lo que rehusamos a vivir por más tiempo. Su muerte es un arresto, por un momento estamos detenidas, tomadas por el puño de un policía que nos dice que somos culpables de ser hembras y desposeídas. Pero, gracias a su trabajo, Anne Sexton está todavía presente entre nosotras y como Tillie Olsen ha dicho: “cualquier mujer que escribe es una superviviente”.

Adrienne Rich – Sobre Mentiras Secretos y Silencios

Icaria Editorial S.A. |  Barcelona 1983

Traducción de Margarita Dalton

El arte negro | Anne Sexton por Ezequiel Zaidenwerg

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Una mujer que escribe siente demasiado:
tantos trances y augurios.
Como si no bastara con los ciclos y les hijes
y las islas; como si no alcanzaran
nunca las plañideras, los rumores, las verduras.
Cree que puede advertirles a los astros.
Una escritora es, en esencia, una espía.
Amor mío, esa chica soy yo.

Un hombre que escribe sabe demasiado:
tantos encantamientos y fetiches.
Como si no bastaran los congresos
y productos; como si no alcanzaran
nunca la maquinaria, los galeones y la guerra.
Fabrica un árbol con muebles usados.
Un escritor es, en esencia, un delincuente.
Amor mío, ese hombre sos vos.

Sin nunca amarnos a nosotras mismas,
por más que detestemos nuestros zapatos y nuestros sombreros
nos amamos las unas a las otras, divina, divina.
Tenemos las manos celestes y suaves.
Tenemos los ojos llenos de confesiones tremendas.
Pero cuando nos casamos,
les hijes se van asqueades.
Demasiada comida: y ya no queda nadie
para comerse esa abundancia extraña.

Donde termina esta casa | Valeria Pariso

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20.

El viento puso/ una

florcita de retama sobre el agua que traigo

entre las manos/ Ahora es un estanque/

El estanque que tengo entre las manos tiene

una florcita amarilla que flota. Parece un sol.

Esto solo es posible/ teniendo las manos juntas

y el agua entre las manos.

Mis manos escriben este poema como pueden.

17.

Esto sí es un problema

me leo

y advierto

que todo él

negado, saqueado de mi mente, vaciado de mi sangre,

se instaló silenciosamente

en el túnel carpiano de mi mano derecha

Y se escribió.

4.

Por qué será

que la memoria elige/

para ciertas ramas/

el lugar de los pájaros?

5.

Alguien puso/ ausencias viejas/ sobre mi nombre.

Ahora voy/ levantando/ las flores tiradas por el

viento/ para que nadie junte/ mi esperanza.

11.

A veces la distancia

entre la esperanza y la mano/

es tan grande/ tan grande/

que para escribir: “hay sol”/

son necesarias/ dos manos.

13.

Donde termina esta casa existe un muelle.

un muelle sirve/ básicamente/ para

dos o tres cosas/ primero: para leer

poesía en la parte de abajo/ segundo:/

para esperanzarse en la parte de arriba/ y tercero:

para fotografiarlo/ o dibujarlo/ o inventarlo/

según la desesperación/ con que se necesite

un muelle.

19.

Si fuese hábil con las manos/ a esta altura/

mi soledad sería un origami/ Pero no tengo/

ni la paciencia/ ni el arte/ del plegado.

Entonces queda así: puesta

como un mantel/ sobre la mesa.

. . . .

Valeria Pariso

Ediciones de la Eterna, 2015

San Miguel de Tucumán

Diseño; María Belén Aguirre

Ilustración: Virginia Mori

Amenazas de tormenta | Adrienne Rich

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El barómetro ha estado bajando toda la tarde,
Y como sé más que los instrumentos
Qué vientos caminan en lo alto y qué zonas
De nebulosas inquietudes cruzan la tierra,
Abandono el libro sobre una butaca mullida
Y camino de ventana en ventana cerrada, y observo
Las ramas extenderse
Contra el cielo

Y de nuevo pienso, a menudo cuando el aire
Se interna en el alma silenciosa de la espera,
Cómo el tiempo va con un único propósito
Por las corrientes secretas de lo no percibido
Hasta este dominio polar. El tiempo exterior
Y el tiempo del corazón avanzan por igual
Indiferentes a los
Pronósticos.

Entre el prever e impedir los cambios
Yace el poder sobre los elementos
Que no alteran relojes ni barómetros,
El tiempo en las manos no es dominar el tiempo,
Ni los restos destrozados de un herraje
Son prueba contra el viento; el viento ascenderá,
Sólo nos resta
Asegurar postigos.

Corro las cortinas al ennegrecerse el cielo
Y enciendo las velas envainadas en cristal
A espaldas de la corriente de la cerradura,
Insistente gemir, tiempo cruzando el ojo desellado.
Este es nuestro único amparo de la estación.
Esto es lo que hemos aprendido a ejercitar
Aquellos que habitamos
Áreas atormentadas.

Buceando hacia el naufragio

Leído ya el libro de mitos

y cargada la cámara,

y revisado el filo del cuchillo,

me pongo

la armadura de caucho negro

las aletas ridículas

la tosca y rígida mascarilla.

Debo hacer esto

no como Cousteau

con su diligente equipo

a bordo de la goleta inundada de sol

sino aquí, sola.

Hay una escalera.

La escalera siempre está ahí

colgando inocentemente

junto a la goleta.

Cuantos la hemos usado

sabemos para que sirve.

Si no

sería un pedazo de escoria marítima

un equipo cualquiera.

Desciendo.

Peldaño a peldaño y

el oxígeno todavía me hunde

la luz azul

los nítidos átomos

de nuestro aire humano.

Desciendo.

Mis aletas me paralizan,

me arrastro bajo la escalera

como si fuese un insecto

y no hay nadie

que me diga dónde

comienza

el océano.

Al principio el aire es azul y luego

es más azul y luego verde y luego

negro casi desfallezco y sin embargo

mi mascarilla es potente

bombea mi sangre con fuerza

el mar ya es otra cosa

el mar no es cuestión de poder

debo aprender sola

a girar sin esfuerzo

en el profundo elemento.

Y ahora: es fácil olvidar

para qué vine

entre tantos que siempre

han vivido aquí

balanceando sus festoneados abanicos

entre los arrecifes

además se respira distinto aquí abajo.

Vine a explorar el naufragio.

Las palabras son propósitos.

Las palabras son mapas.

Vine a verificar el daño

y a ver los tesoros que permanecen.

Suavemente deslizo el rayo

de luz de mi lámpara

por el costado

de algo más permanente

que un alga o un pez

el objeto de mi exploración:

el naufragio y no la historia del naufragio

la cosa misma y no el mito

el ahogado rostro que siempre

mira fijamente

hacia el sol

la evidencia del daño

carcomida por la sal y el vaivén

convirtiéndola en esta raída belleza

las cuadernas del desastre

venciendo sus defensas

entre las difusas apariciones.

Este es el lugar.

Y heme aquí, la sirena cuyos obscuros cabellos

flamean negros, en tritón con su cuerpo armado

Circundamos silenciosamente

el naufragio

buceamos hacia la bodega.

Yo soy ella: yo soy él

cuyo rostro ahogado duerme con ojos abiertos

cuyo pecho aún soporta la tensión

cuyo cargamento bermejo de plata y cobre yace

confusamente en los barriles

mal estibados y abandonados a su suerte

somos los instrumentos semi-destruidos

que una vez se aferraron a un rumbo

la bitácora carcomida por el agua

la brújula atascada.

Somos, yo soy, tú eres

por cobardía o por coraje

los descubridores de nuestra ruta

de regreso a esta escena

llevando un cuchillo, una cámara

un libro de mitos

donde

nuestros nombres no aparecen.

Dedicatoria

Sé que estás leyendo este poema

tarde, antes de dejar la oficina

esa de la intensa luz amarilla y la ventana en penumbras

en el cansancio de un edificio que se diluye en la quietud

mucho después de la hora pico.     Sé que estás leyendo este poema

en una librería, de pie, lejos del mar

una tarde gris a inicios de la primavera, con débiles copos de nieve

llegados desde el enorme espacio de praderas que te rodean.

Sé que estás leyendo este poema

en un cuarto donde tuviste que tolerar demasiado

las sábanas se ven revueltas, paralizadas sobre la cama

y la valija abierta habla de un vuelo

pero no puedes partir todavía.      Sé que estás leyendo este poema

mientras el subte pierde impulso y antes de correr

escaleras arriba

hacia una clase de amor desconocido

que tu vida aún nunca permitió.

Sé que estás leyendo este poema a la luz

del televisor donde imágenes sin sonido irrumpen y se suceden

mientras esperas noticias de la intifada.

Sé que estás leyendo este poema en una sala de espera

entre ojos conocidos y hostiles, llena de empatía con extraños.

Sé que estás leyendo este poema bajo una luz fluorescente

con el aburrimiento y la fatiga de los jóvenes excluidos,

que se excluyen a sí mismos de la vida con excesiva rapidez. Sé

que estás leyendo este poema con la vista que te falla, que gruesos

lentes agigantan estas letras hasta borrar todo sentido, y aun así

persistes porque el abecedario mismo es valioso.

Sé que estás leyendo este poema mientras esperas que en la cocina

se caliente la leche, con un niño que llora en tus brazos, un libro en la mano

porque la vida es breve y tú también estás sedienta.

Sé que estás leyendo este poema escrito en un idioma que no es el tuyo

adivinando ciertas palabras mientras otras te fuerzan a seguir

y yo quiero saber cuáles son esas palabras.

Sé que estás leyendo este poema con el deseo de oír algo, desgarrada

               entre la amargura y la esperanza.

como quien regresa una vez más a la tarea indispensable.

Sé que estás leyendo este poema porque no queda

               ya nada que leer ahí donde llegaste, desnuda como estás.

(traducción de maría negroni)

Delta

Si has creído que este escombro es mi pasado

hurgando en él para vender fragmentos

entérate de que ya hace tiempo me mudé

más hondo al centro de la cuestión

Si crees que puedes agarrarme, piensa otra vez:

mi historia fluye en más de una dirección

un delta que surge del cauce

con sus cinco dedos extendidos

La más remota posibilidad

Ves a un hombre

que intenta pensar.

Quieres decirle

al mundo:

¡Apártense! ¡Ábranle paso!

Pero sólo observas,

aterrado

que los antiguos consuelos

lo alcanzarán al fin

como a un pez

semi-muerto de tanto tumbarse

apenas serpeando

por los guijarros,

respirando apenas

el aire

áspero, cruel

hasta que una ola

lo recoja volviéndolo ciego al océano

triunfante.

Picnic

Domingo en el parque de Inwood
                               la merienda llegó a su fin
esparcimos los huesos de pollo
                       para el zorro que no veremos
los niños juegan en las grutas
Mi muerte está doblada en mi bolsillo
                                    como un impermeable de nilón
Qué clase de luz solar es ésta
                                                   que tanto enfría las rocas?

Foto:  Philadelphia Gay News

Antología poética, Visor libros, 2003

Llegué a Adrienne Rich por Gabby de Cicco. Gabby, gracias ♥

Nivel | José Pedroni

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Este es el nivel de mi padre;

su nivel de albañil.

Tiene una gota de aire.

Mi padre está hecho polvo. De aquel hombre
ya no se acuerda nadie.

Vive conmigo cada vez más solo

en esta gota de aire.

Más olvidado cada día;

más recordado cada tarde;

cada vez más lejano y más cercano

en este mundo grande.

Todas las casas de mi pueblo,

todas las casas de antes;

todo perdurará mientras perdure

esta burbuja de aire.

Plano solado de los patios;

suma igualdad de los umbrales;

suelo de nuestra casa,

hecha para esperarte. . .

Todo perdurará mientras perdure

esta burbuja de aire.

Ven a mirar el transparente mundo

que me ayudó a encontrarte;

ven a mirar la fuente de mi verso,

llano, simple, constante.

Hacia ti y hacia mi se mueve el mundo

en esta gota de aire.

El nivel y su lágrima, José Pedroni, Colmegna 1963

Fotografía: https://elfurgon.com.ar/2020/06/07/un-acto-de-justicia-un-hecho-igualador/

Aguí se puede escuchar la lectura de este poema en la maravillosa voz de Guillermo Saavedra

Amelia Biagioni

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La escuchante

Si soy la sed y el hambre

es para estarme siempre

bebiendo y royendo,

hasta con los cabellos y las uñas,

el oscuro clamor

a tierra tumultuosa,

a infierno y cielo y sus legiones,

donde comienza tu mano solitaria,

la que escribe.

A veces dejas de oírte,

y tu mano,

sorda, extraviada, fría,

abandona la página

y busca tu sudario.

Pero yo entonces

entro al clamor y sigo oyendo

lo que dirás ayer,

lo que has dicho mañana,

sigo oyendo por ti.

Mi oído te comulga día y noche,

como nadie,

más que ese hombre innumerable,

creciente,

que en los lugares

donde el lugar lo engendra,

para oírse te escucha

y seguirá escuchándote

hasta que yo haya sido

setenta veces

hierba.

Manifiesto

Yo me resisto,
en la calle de los ahorcados,
a acatar la orden
de ser tibia y cautelosa,
de asirme a la seguridad,
de acomodarme en la costumbre,
de usar reloj y placidez,
aventura a cuerda,
palabra pálida y mortal
y ojos con límites.

Yo me resisto,
entre las muelas del fracaso,
a cumplir la ley de cansarme,
de resignarme,
de sentarme en lo fofo del mundo
mortecina de una espada lánguida,
esperando el marasmo.

Yo me resisto,
acosada por silbatos atroces,
a la fatalidad
de encerrarme y perder la llave
o de arrojarme al pozo.

Con toda la médula
levanto, llevo, soy el miedo enorme,
y avanzo,
sin causa,
cantando entre ausentes.

Poesía Completa

Adriana hidalgo, 1ra. Ed. 2009 Fotografía: Enrique Butti

Gil Wolf (fragmento) | Humberto Bas

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Gotitas ambarinas que drenan resina de un árbol herido; y en eso tengo la composición de una forma en la que nunca había reparado; y no es un hueco o agujero u hoyo, o un punto oscuro, sino un hilo suelto; una cuerdita abandonada sobre la piel corrugada; cuerdita que empieza a agitarse ante mi respiración, o simplemente vibrar por cuenta propia ante mi proximidad; y el hechizo de esa contemplación hace que me acerque más, y más…, hasta perder la perspectiva y la dimensión de todo y del todo y desaparezco de mi autopercepción para sentir a todas las dimensiones abatiéndose fuera y dentro mío; y me encuentro ingresando nuevamente al dormitorio de mi madre; y mi padre está o no está, porque de repente es el mismo y ausente Gil Wolf; y subo yo la colina de Coubert, y desciendo agarrándome de la tupida hendidura de mi madre; y en la pérdida más plena de todas las dimensiones, tengo la revelación silenciosa de que el lugar, más que el origen, es de paso.

El origen siempre está en otro lado.

Neuquén AIK Ediciones, 2019

Pequeño vals vienés | Federico García Lorca

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Lorca

En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals con la boca cerrada.

Este vals, este vals, este vals,
de sí, de muerte y de coñac
que moja su cola en el mar.

Te quiero, te quiero, te quiero,
con la butaca y el libro muerto,
por el melancólico pasillo,
en el oscuro desván del lirio,
en nuestra cama de la luna
y en la danza que sueña la tortuga.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals de quebrada cintura.

En Viena hay cuatro espejos
donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una muerte para piano
que pinta de azul a los muchachos.
Hay mendigos por los tejados.
Hay frescas guirnaldas de llanto.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals que se muere en mis brazos.

Porque te quiero, te quiero, amor mío,
en el desván donde juegan los niños,
soñando viejas luces de Hungría
por los rumores de la tarde tibia,
viendo ovejas y lirios de nieve
por el silencio oscuro de tu frente.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals del «Te quiero siempre».

En Viena bailaré contigo
con un disfraz que tenga
cabeza de río.
¡Mira qué orilla tengo de jacintos!
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.

. . . . . . . . . . . . .

Aquí la maravillosa versión de Silvia Pérez Cruz, ganadora de un Goya en 2017, junto a Pájaro interpretando el pequeño Vals Vienés, extraído del documental «Luna Grande, Un Tango por García Lorca»

Como sucede con los libros y las lecturas, los encuentros siempre están asociadas a situaciones, aromas, personas que nos pudieron acompañar en el descubrimiento y el asombro. En mi caso conocí a Silvia Pérez Cruz gacias a Claudio Casparrino, a quien no conozco personalmente pero cuyo recuerdo siempre vendrá acompañado de esta música y la fotografía analógica y BN. Muchas noches les canto esta canción a mis melliz para atrapar el sueño. Gracias, Claudio.-

Taj Mahal (fragmento) | Deborah Eisenberg

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Escritorio

 

Cuando ese gran talento, mi abuelo, Anton Pavlak, falleció, me dejó de herencia un hermoso escritorio vienés que, me gusta imaginar, alguna vez, mucho antes de que la oscuridad cubriera a Europa, había pertenecido a su familia. Él sabía que yo siempre había admirado ese escritorio, incluso cuando era un niño, y tal vez al legármelo pudo imaginarme sentado frente a él, tal como tantos años después iba finalmente a hacerlo, recordando mis tiempos en su casa.

 

 

Chai editora Colección cuentos, 2020

Traducción de Federico Falco

Duelo (fragmentos) | Eduardo Halfon

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“Mi mundo entero había cambiado con aquel reloj de hule negro. Podía ahora medir cualquier cosa, podía ahora imaginarme el tiempo, capturarlo, aun visualizarlo en una pequeña pantalla digital. El tiempo, empecé a creer, era una cosa real e indestructible. Todo en el tiempo sucedía como en una línea recta, con un punto de inicio y un punto final, y yo ahora podía ubicar esos dos puntos y medir la línea que los separaba y escribir esa medida en mi pequeño cuaderno espiral”.

“No sé en qué momento el inglés reemplazó es español. No sé si lo reemplazó realmente, o si más bien adopté el inglés como una especie de vestimenta que me permitiera ingresar y moverme con libertad en mi nuevo mundo. Apenas tenía diez años, pero acaso entendía ya que una lengua es también una escafandra”.

“De niños, ayudábamos a don Isidro a plantar árboles alrededor del jardín. Don Isidro abría el hoyo con una piocha y luego se hacía a un lado y nos dejaba a nosotros meter el retoño del árbol y volver a llenar con tierra negra. Recuerdo que plantamos un eucalipto en la entrada, una hilera de cipreses en el lindero con el terreno vecino, un pequeño matilisguate en la orilla del lago. Recuerdo que, antes de llenar cada hoyo con tierra, don Isidro nos decía que debíamos acercar nuestra cabeza y susurrar en el hoyo una palabra de ánimo, una palabra bonita, una palabra que ayudara a ese árbol a echar bien sus raíces y crecer (mi hermano, invariablemente, susurraba adiós). Esa palabra, nos decía don Isidro, quedaría ahí para siempre, sepultada en la tierra negra”.

“La mujer joven se inclinó un poco más (parecía modelo o actriz), y su blusa se abrió un poco más (acaso no llevaba sostén), y yo no podía dejar de ver el fulgor pálido de su pecho (sentí, como siempre, la picazón de lujuria alrededor de la boca)”.

“La anciana me observaba con firmeza, su frente fruncida, como intentando entender o descifrar algo. Lo ayudará a ver su verdad, dijo de pronto desde la silla de plástico, como si estuviera respondiendo a las preguntas de mi cabeza. Me asusté un poco. Sentí un leve mareo. Sentí que se me cerraban los ojos y que una parte de mí empezaba a flotar. No la verdad del niño ahogado, dijo la anciana. Sino la verdad que usted lleva adentro, dijo. Su verdad suya, dijo, usando ese doble posesivo tan común entre los hablantes indígenas. Quizá la anciana notó el miedo o la confusión en mi rostro, porque de inmediato me dijo que los mayas más sabios, tras crear todas las cosas del mundo, se dieron cuenta de que se habían quedado sin barro y sin maíz. Entonces buscaron una piedra de jade y la tallaron hasta formar una pequeña flecha y, al soplar los sabios sobre la flecha, ésta se convirtió en colibrí, y el colibrí salió volando por el mundo entero. Tz´unun, dijo la anciana. Así le decimos, en nuestra lengua, dijo, y guardó silencio un momento. Es el colibrí, dijo, el que vuela de aquí para allá con los pensamientos de los hombres”.

“Caminaba ella lento, hamaqueándose de lado a lado, renqueando, como si tuviera una pierna un poco más larga que la otra. Estaba descalza. Su cabellera plateada y lisa brotaba de un tocoyal azul perla y le llega hasta las caderas. Tenía puesto un traje de corte, un hermoso huipil blanco con flores tejidas en hilos verdes y celestes, y un perraje negro sobre los hombros. En la espalda cargaba un morral grande, pesado, quizás lleno de raíces y hierbas. Y mientras la observaba acercándose despacio por la orilla del lago, tuve la impresión de que la anciana iba adelgazando aún más, hasta que ya delante de mí toda ella se había convertido en una pequeña calavera. Su piel de cuero había desaparecido por completo y yo podía ver claramente la osamenta que era doña Ermelinda. Su quijada. Sus pómulos. Sus caderas y costillas. Cada minúsculo hueso de sus pies de lechuza”.

 

Duelo, Libros del Asteroide, 2018 cuarta edición

Edurado Halfon

Carta de Camus a su maestro

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Albert Camus

Querido señor Germain:

He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Le mando un abrazo de todo corazón.

Albert Camus

 

Carta escrita a su maestro tras ganar el Nobel de Literatura en 1957

Triste | Facundo Marull

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Facundo Marull con su hijo Joaquín en 1946

Triste | Facundo Marull 

“go home angel”.

Thomas Wolfe

 

Ya no tengo mi casa en Rosario;

ya no sabría donde volver con mi mal humor
ni en qué sitio dejar la moto;
ya no tengo ni una silla en Rosario,
ni perro que me ladre,
ni el umbral de una puerta para sentarme a lamentarlo.
Ya no existe el hombre que odié
y que me odiara;
ni la esquina, ni el farol, ni la pared
que me amaba.

Ya nadie me envía una carta, ni recorre los almacenes buscándome, ni me espera con la boca pintada, ni lamenta haberme conocido. Ya no recuerdo que tranvía pasaba por el túnel de Sunchales, ni la casa de Arroyito, ni a Katouchka, ni el perfume de su cama, ni en qué balde enfriaba el vino, ni qué mentiras dije junto a su cuello hace tantos años que ni recuerdo; ya no recuerdo si hablé para decirle aquello que era mi propósito decirle (que he olvidado) cuando la encontré con la flor anaranjada en lo cabellos, o no lo dije. Ya no recuerdo en qué lugar dejé mi alma para descansar de ella, pero debe estar en Rosario, al abrigo de mis tonterías. Ya no recuerdo mis poemas, ya no recuerdo mis penas.

Habrá llovido mucho en mi ausencia y en las alfombras que se olvidan en el patio,
habrán colgado nuevos luminosos,
habrán nacido generaciones de poetas, de talabarteros, de chiquilines sin porvenir que juegan en la misma calle donde solía caer borracho junto al árbol que abrazaba y a veces veló mi sueño y ahora sobrevive a la pena de nuestra separación;

en el rosedal del parque habrá muerto más de una monja
más de un cisne
más de un suspiro;

las pequeñas que me creían un tío bueno, se habrán cansado hace tiempo de esperar, de sus críos (que llaman tío a otros) y del marido;

habré abandonado la memoria de mis antiguos amigos (una tarde salió Sender del Paraná como si fuera un náufrago o un experto y, con el agua hasta los tobillos, levantó la mano igual que Zeus en el momento de ordenar: “Basta de guerra en Troya” –pero era un saludo de amigo, de amigo del amigo un poco más que pobre, tal vez un poco más que un poco más que pobre, aunque yo tenía en Rosario la casa que ya no tengo);

habré abandonado las intenciones de mis amigas (porque a veces tenía una muchacha –como ahora– y a veces no tenía una muchacha) y el rencor del hombre que me odiaba y murió y se fue; (ya debe andar lejos si ha llegado a donde se lo deseara);

habré perdido mi acento de Rosario
y mi sitio en todas las partes,
y el mismo tiempo que habría perdido en mi casa de Rosario, que ya no tengo, con cualquier muchacha de allá o la que tengo;

(perdí bodas de amigas y funerales de amigos, mitines y altercados de matrimonios de los que era allegado, perdí una noche entera con B. a punto de perderme)

habré perdido mi corazón si aquellas muchachas
no han sido cuidadosas con él.

Pude volver, pero no he vuelto;

pude haber muerto
y no volver, pude ganar una fortuna y no volver;
o enamorarme
o perder la razón
(que puedo perder) y no volver;
hasta pude decidirme a partir
y partir,
y haber partido
a partir del mismo Rosario cuando partí sin llevar mis cosas porque tenía allá la casa que ya no tengo y porque ignoraba que partía al partir;

puedo no volver pero

el viento que aúlla en las esquinas llorándome perdido y el barrilete que instaura su osadía en el azul del cielo y la pequeña que deshoja una flor silvestre y el rapaz que apedrea una vidriera y el pájaro de la plaza Pringles, están poblados de mi ausencia.

Esa ausencia es como si yo hubiera regresado, como si estuviera de vuelta en cada rincón donde dejé un poco de amor.

Cuando lo haya perdido todo regresaré.

Quiero decir ya no volveré a mi casa de Rosario que no tengo, ni al corazón de sus muchachas, ni la casa de los amigos que me olvidan; miraré desde el insomnio de las estatuas a los nietos de sus hijos y al biznieto del hombre que me odiaba, comentando el infortunio de los poetas de Rosario.

 

(Como si yo fuera otro Facundo Marull, descanso el brazo sobre los hombros del que soy y los dos –Facundo Marull y yo– escuchamos llenos de compasión al Facundo Marull que ya no tiene su casa en Rosario).

 

Y es triste, en verdad, es triste.

 

.  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .

 

Facundo Marull Poesía Reunida

Editorial Municipal de Rosario, 2018

 

Fotografía:

https://www.lacapital.com.ar/cultura-y-libros/rosario-se-reencuentra-una-sus-voces-mas-significativas-n2505421.html

 

https://www.lacapital.com.ar/cultura-y-libros/facundo-era-amigo-berni-n2536057.html

 

 

Dentro de un marco de verano | Ray Bradbury

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Claude Monet La urraca

“Para ver, debemos olvidar el nombre de las cosas que estamos mirando”.
Claude Monet

 

Dentro de un marco de verano  |   Ray Bradbury

C. Monet miraba los soles

y los fuegos le quemaban los ojos,

y dentro otros materiales y tinturas

le hacían estallar unos morados dolores.

Prometeico, robaba esas llamaradas

que punzante le oprimían los párpados

y después se volvía y con pintura grababa a fuego la verdad

y reproducía los senderos del crepúsculo

o los soleados y fríos amaneceres

y locomotoras perdidas hace ya mucho tiempo

que rondan fantasmales campos de croquet.

O campos donde unas flores descoloridas

Esperan el paso raudo de los niños;

después los mismos campos… con los niños dormidos

y el verano a punto de morir.

¡Señor! ¡Monet pintaba el vacío!

Pero lo llenaba con su alma.

¿Sus diminutos toques? Pisadas de gigante.

¿Moléculas de nieve? ¡Una molécula única!

¿Acaso las ventanas congeladas educaron sus ojos

con ciegos cristales de diciembre?

¿O sus cielos fracturados y deslumbrantes

eran un estallido solar de migrañas?

¿Qué le golpeó la frente o le hizo temblar el ojo

para pintar de manera tan tortuosa?

¿Cómo es posible que de esas torturas fracturadas

hayan brotado unos mundos de confeti?

Su astillada visión es una ventisca

de copos de nieve puntillistas,

pero al dar un paso atrás y enfocarla descubrimos

un mar ardiente, lagos de fuego,

y lo que parecía multitudinario,

molecular en llamas,

es Monet atrapado y recortado y fundido

dentro de un marco de verano.

 

Dos impresionistas  |   Ray Bradbury

 

Renoir

Las veraniegas mujeres de piel de durazno de Auguste Renoir no sólo eran increíbles,

también eran comestibles.

Monet

le gustaba la manera en que bailaba la luz en el cielo

y se deslizaba por las fachadas de las iglesias, convocando las formas;

cuanta más forma daban las sombras a la piedra,

más boquiabierto y asombrado estaba Monet

ante cada impreciso adorno, cada espira que mostraba

las enloquecidas e increíbles y suaves fisuras de la luz

cuando Dios decía: ahora ponte, Sol, ahora el crepúsculo, ahora la oscuridad, ahora la noche.

Cada día de aire, cada pérdida de visión

y después, a la inversa, cada borradura de sombra, cada luminoso dibujo.

Los divinos susurros de sol, el más leve movimiento,

llevaban a Monet a buscar los pinceles y atrapar y tamizar

iluminaciones moldeadas como brillantes sudarios

en la cara labrada de una catedral o en nubes moribundas,

en el rubor de tormentas, la manera en que el viento observa en la hierba

serenidades de flor acústica apresada en cristal

y guardadas para siempre hasta que un día

un alma errante, atrapada en la niebla, se detiene, mira y dice:

Monet era una cámara que fijaba el amanecer, el mediodía, el crepúsculo y la susurrada noche.

Monet decía a Dios: “¡Luz, por favor!” y se hacía la luz.

 

Siempre llevo lo invisible | Ray Bradbury

Siempre llevo lo invisible
las cosas que sé pero no sé
y trato de encontrar con mano ciega
en ese país de los ciegos
que es la mente y todos sus pensamientos
y cada mudanza de clima interior.
Me apropio de los cambios de luz
de los pasos que el crepúsculo va dando hacia la noche;
de todos esos sueños apenas alumbrados antes del alba
hago poemas, les doy un hogar,
lo mismo del césped con los jeroglíficos que garabatearon los perros
escribiendo en el trébol escarchado del amanecer,
que si no los registro, mueren.
Escucha. Escucha los gritos. Escucha.
Una pelota trepa sola por el cielo
lanzada por un ruidoso niño invisible
hacia una niña en el césped al otro lado del mediodía.
Los aparto
para releerlos algún día de algún invierno cuando la noche
llegue a las tres, y mi razón de ser
sea una pelota que vaga por el cielo,
arrojada a invisibles alturas
y que sin mano para atraparla
permanecerá allí porque
puedo detener el arco,
inmovilizarlo con un grito

y la pelota, en un poema,
quedará suspendida en los árboles

y no bajará nunca.

Como ves es cierto

que llevo siempre lo invisible en mí
igual que tú llevas lo No Visto en ti.

 

Claude Monet

 

 

Crepúsculo en Venecia: https://www.muyhistoria.es/contemporanea/fotos/los-cuadros-mas-famosos-de-monet/crepusculo-en-venecia-1912

La urraca: https://historia-arte.com/obras/la-urraca

Claude Monet: https://www.todocuadros.es/pintores-famosos/monet/

Poemas de Ray Bradbury – Antología Desde la gente

Traducción de Marcial Souto